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lunes, 13 de agosto de 2012

El canalillo


No hay cosa más patética que un hombre intentando disimular que no mira el escote de una mujer, cuando es evidente que se está despeñando por su canalillo. Además, ¡es que le pillan siempre!.. Por mucho que disimule y haga como que está mirando esa lámpara horrible del techo, lo cazan una y otra vez. Así que yo he decidido no disimular. Incluso hasta lo publicito.

Jamás se me ocurriría contestar a una mujer que me diga eso de "¿qué miras?", con un "es que observo si lo que me dices te sale del corazón", cuando está clarísimo que los ojos se me salen tras ese canalillo que separa dos fundamentos del mundo.

Del mundo, de la vida, del sexo, del amor, y hasta de la tracción animal, por aquello de las carretas. De bebé, supongo que veía una teta y lloraba de hambre. Ahora sigo igual, lloro de ganas de comérmela; a esa, a la otra, y a la dueña. Debe ser cosa de la edad, que aumenta el apetito.

El canalillo ha evolucionado, y para mejor. Yo recuerdo que de pequeño creía que por ahí respiraban las mujeres. Luego descubrí que es por donde suspiramos los hombres. Ahora el canalillo no parece ya una raja. Las libertades mamarias han quitado rigor y rigidez a las prendas femeninas y ya ese canal se convierte en valle. De lágrimas. Al menos para muchos que tenemos que conformarnos con el del ama de cría, a falta de la teta de quien nos roba el alma.

Cierto que también se llevan esos bra que convierten el canalillo en una prolongación de la raya del pelo. Hay a quienes parece que la cabeza les brote del mismo. Y van tan contentas. Esas no tienen misterio. El canalillo debe formar parte de la mujer, no al revés.

Y volvemos con la dichosa playa, que se ha empeñado en matar el misterio y anular el morbo de una mujer. Me pasa como con las piernas. Me embeleso con el canalillo de aquella que aún apresa sus senos, mientras me rodean tetas libres por todos lados. Ya lo he dicho antes, ¿será la edad?

Y es que, aunque ya estoy mayor, no quiero biberón; sigo prefiriendo teta.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Un regalo navideño


La pequeña Bea no conseguía envolver esa caja con el papel de regalo que había cogido de encima de la mesa. Llevaba ya un buen rato sentada en el suelo y afanándose en ello, pero no hacía más que desenrollar ese papel dorado sin conseguir otra cosa que llenar el suelo de trozos arrugados... Y la caja seguía sin estar envuelta. Tan absorta estaba que no oyó que su padre había entrado en el comedor.

-¿Pero qué haces? ¿Quién te ha dado permiso para coger esto? Este papel era el único que quedaba para envolver los caramelos y adornar el árbol de Navidad. -Dijo el hombre mientras cogía a la niña de un brazo y la zarandeaba sin que la pequeña apenas tocara el suelo con sus piececitos- ¡Niña mala, vete a tu cuarto castigada!

La niña tenía los ojitos abiertos de par en par y llenos de lágrimas, pero ni un sonido salió de su boquita cerrada en un mohín de pena. El padre la llevó a su cuarto, la empujó dentro y cerró la puerta con un sonoro portazo.

-¡Y no te muevas de ahí hasta que yo te lo diga!

El hombre se dirigió hacia un mueble desvencijado y tomó una foto. Dirigiéndose a ella bramó:

-¡Y tú seguro que pasándotelo estupendamente por ahí, en ese supuesto cielo del que siempre hablabas y con ese Dios que ha preferido llevarte con él a dejarte aquí educando a tu hija y cuidando de tu marido!... -Apoyó una mano en el estante y prosiguió en tono más relajado- Mientras, aquí estoy yo con esta niña malcriada que acaba de romper lo único que conseguí para dar un poco de color navideño a esta triste casa. Va camino de salir clavadita a tí, todo el día soñando y sin vivir en la realidad.

Volvió a dejar la foto y se apartó bruscamente del mueble. Luego se paró, bajó la cabeza y sus hombros se descolgaron. Un leve estremecimiento recorrió su espalda. Volvió a acercarse al mueble y sin levantar la mirada rozó levemente la foto. Lentamente se agachó, recogió los trozos de papel dorado del suelo y apartó con el pie la caja que la niña intentaba envolver. Ésta fue a parar debajo de una vieja butaca cubierta por unos ajados faldones.

A la pequeña le pareció que había trascurrido una eternidad hasta que su padre volvió a abrir la puerta de su cuarto y le acarició la cabeza. El hombre apenas la miraba mientras con un poco de papel le limpiaba los mocos que colgaban de su naricita. La dureza de su expresión parecía como un escudo ante un terrible sentimiento de dolor. La niña hipó levemente y su padre se puso en pie como un resorte. Se giró, cogió su chaqueta y se dirigió a la puerta de la calle. No volvió a mirar hacia atrás mientras la cerró tras de sí.

La niña fue al comedor. Se quedó un rato de pie con su dedo índice entre los dientes y luego empezó a dar vueltas por la habitación. Al cabo de un rato encontró aquella caja vacía debajo de la butaca.

Se dirigió a la cocina y observó como sobresalía un trozo de papel dorado del cubo de la basura.

A sus tres añitos ya sabía que esa noche era Nochebuena, pero en su casa no había más que una triste rama de pino con algunos trocitos de papel plateado pinchados aquí y allá. Al acercarse al árbol percibió más el olor a tabaco que desprendían que aroma alguno a pino. Pero en su cara apareció una sonrisa.

Esa noche no oyó a su padre llegar, pues ella durmió de un tirón. Se levantó temprano y, sin hacer ruido se dirigió a la vieja butaca. Se agachó y sacó de debajo esa caja apenas envuelta en algunos trozos de papel dorado.

Abrió el cuarto de su padre y se acercó a la cama donde dormía. Allí permaneció con la caja entre sus manitas hasta que él despertó.

-Feliz Navidad, papá. -Dijo mientras alargaba los brazos para entregarle el regalo.

El hombre se incorporó, se restregó los ojos y sonrió tristemente. Una punzada de dolor le atravesó mientras rozó la cabeza de la niña y tomó la caja. La abrió despacio... Estaba vacía. La cara se le mudó y con furia se dirigió a la pequeña:

-¿Te parece bonito gastar esta pesada broma? ¿No sabes que no tenemos ni para comer y que me siento fatal por no poder comprar regalo alguno? ¡Y tú vas y me traes un regalo vacío para hacerme sentir peor!

La niña levantó sus ojos donde empezaban a brotar de nuevo las lágrimas.

-Pero papá..., ¡no está vacío!: Llené la caja de besos anoche, antes de envolverla. Es verdad, puse muchísimos besitos... -Las lágrimas ya resbalaban por sus sonrosados mofletes.

El hombre jamás había creído que una mirada pudiera doler tanto. Sintió que una espada candente atravesaba su frío corazón mientras la niña bajaba la cabecita y se disponía a alejarse de él. Alargó los brazos y la atrajo hacia sí. Se fundió en un intenso abrazo con su pequeña mientras todo su cuerpo tiritaba con una entrecortada respiración.

-Hija mía, mi pequeño gran regalo... Perdóname  -Apenas susurró mientras sus lágrimas se fundían con los besos que daba a su hija.

En la calle, unos chiquillos buscaban con la mirada la ventana de la que salían unas sonoras carcajadas infantiles. Y en el cielo, alguien esbozó una sonrisa.

martes, 14 de septiembre de 2010

Aquellos tiernos años


Una vuelta a la manzana.

En cuanto llegaba del colegio, nada más bajar del autobús que nos dejaba a un montón de nosotros enfrente del bloque de casas en el que vivíamos, lo primero que hacía era ver si ella estaba en el grupo de niñas que, haciéndose las remolonas, nos esperaban. Ellas iban al colegio de monjas que estaba cerca, por lo que llegaban antes al barrio que nosotros.


Allí estaban con su uniforme de faldas a tablas y esos calcetines azul marino. Haciéndose las interesantes mientras nosotros bajábamos del autobús pavoneándonos. Y luego empezaban las bromas, las risas y los juegos.

Recuerdo aquel sentimiento de vacío cuando no la divisaba entre las demás. El desasosiego que sentía y el deseo contenido de preguntar por ella. Hasta que alguna decía algo que me daba una pista o me aclaraba que estaba castigada en el colegio.

Y recuerdo la alegría de verla, de acercarme a ella y decirle algo. La grata sensación que me producía su sonrisa tímida y pícara a la vez. Y lo que disfrutaba acompañándola a dar una vuelta a la manzana, todo un logro de conquista.

-¿Damos una vuelta a la manzana?- Ése era el momento decisivo.

Si la contestación era afirmativa, todo un triunfo. Los que teníamos éxito éramos envidiados y admirados por los demás. Estos eran los que tenían que dar la vuelta a la manzana en grupo. Bueno, en dos grupos, el de chicos y el de chicas. Pero los que ligábamos, los que teníamos ligue, íbamos ufanos cada uno con cada una, abriendo paso y distanciados unos metros de las otras parejas.

Esa sensación de amor limpio, de ilusión sencilla, de que el mundo empezaba y terminaba allí, en aquella manzana de casas que era nuestro hogar, es algo que recuerdo con cariño y añoro con dulzura. Es algo mío, un recuerdo que está ahí. Es como un sentimiento oculto de aquel niño que fui -que quiero seguir siendo- y que no había vuelto a sentir desde entonces.

Es un recuerdo del futuro. Y mi futuro es hoy. Y hoy lo vuelvo a recordar porque me parece volver a sentirlo como entonces, con alma de niño. Y con ilusión de adulto. Temeroso y decidido. Deseando que ella quiera acompañarme en esa vuelta a la manzana. Hoy la manzana es más grande, más variada, pero no menos ilusionante.

Tiendo mi mano y te pregunto, con corazón limpio y sin vueltas, a pesar de cicatrices cerradas:

-¿Quieres que demos una vuelta a la manzana?
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jueves, 12 de agosto de 2010

Unas piernas femeninas.

No lo puedo remediar, reconozco que las piernas femeninas son mi perdición. Es algo que capta mi atención y hace que mis ojos se peguen a ellas como un imán. Así que me lo notan enseguida. Y es que ni disimulo ni me da la gana disimular. Y si tengo oportunidad, lo digo sin cortarme un pelo. Ello me ha llevado a situaciones de lo más pintorescas. A veces embarazosas, pero las más de las veces simpáticas e incluso sorprendentemente agradables.

A muchas de mis amigas y a casi todas mis amantes las he conocido así; primero a sus piernas. Luego esas piernas me fueron presentando a la mujer a la que pertenecían, y de ese modo las descubrí y aprecié. Claro que también hay piernas que siguen siendo piernas y sólo piernas, y nunca serán más que unas piernas. Y otras, de las que más me hubiese valido salir por piernas antes que haberme acercado.

Hay piernas largas, eternas y delgadas; y las hay pequeñas y torneadas. Y casi siempre llegan hasta el suelo. Todas las mujeres suelen tener dos y son tan malas amigas que difícilmente te dejan una para que juegues a masajista o a catador de jamones. Son unas egoístas y no practican la caridad para con el necesitado.

Pero hay algo curioso, pues si bien vendo mi alma por unos muslos medio mostrados bajo unas faldas, no me sucede lo mismo cuando paseo por la playa y las veo desde su comienzo, que en algunas es justo debajo de la axila. No. Si en ese paseo por las terrazas playeras hay alguna con faldas, sentada mostrando muslos asomados, automáticamente desaparecen de mis ansias todas las que están sin misterio, y mis detectores de complicaciones se centran sólo en ésas que aún ocultan unos centímetros.

El arte de cruzar las piernas con sensualidad es el mejor remedio anti envejecimiento. Convierte a la mujer madura en un monumento mucho más admirable y joven que una veinteañera que no posea esa habilidad. Y si ya las culminan con unos tacones de aguja, desaparece de mi percepción el resto del paisaje, sea éste playa, salón, pub o freiduría andaluza.

Si esos tacones se complementan con unas medias -lisas, eso sí, que no quiero dibujitos que me distraigan de lo importante- entonces mejor que no lleven encima a una vendedora de ruedas para escopetas, porque me termino comprando cuatro. O cinco, depende de las rodillas. Y luego, a ver qué hago con tanta rueda que ni sé para qué sirven ni tampoco tengo escopeta.

Unas piernas femeninas, todo un comienzo o todo un final. Aviso de recibimientos o de bruscas despedidas. Sorbetes de lujurias breves, certezas de fantasías.

Sé que esto no debería decirlo, que se me tachará de mirar sólo la fachada, de fetichista o hasta de salido mental. Pues bien, soy todo ello, y más, delante de unas piernas bien mostradas. Puede que hasta se me tache de viejo verde. Otro acierto; toda mi vida he sido verde, he estudiado para ello, y ahora ya he culminado mi vocación pues también soy viejo. Así que he llegado a la meta. Me siento realizado. Soy un viejo verde, me fascinan las piernas femeninas y ejerzo de admirador de sus dueñas. Y además, aún no me pienso retirar, ¿qué pasa?

domingo, 25 de julio de 2010

Portero automático

Recuerdos y Reflexiones
Pues eso es precisamente lo que ahora tengo en donde vivo. Atrás quedaron esas casas en donde tenía que saludar y saludar cada vez que entraba y salía. Ya no tengo que enterarme de la vida de nadie porque una vecina me la deje caer diciendo que se lo ha dicho el portero. Ni tampoco tengo a nadie que se encargue de bajar la basura todas las noches. Así que lo cortés, por lo valiente.

Siempre he vivido en casas en donde había portero, que además vivía allí, en la portería. Desde pequeño he oido eso de "son cosas de portera", dicho de forma peyorativa, referido a cualquier rumor o cotilleo. En realidad, excepto en casa de mis padres en Madrid, la portera era alguien que se supone vivía en casa del portero, pero que no ejercía. En casa de mis padres, Felipa era un símbolo. Taciturna y de luto, con moño, delantal y escoba en ristre, hacía las veces de escudera de su marido, Dositeo, figura emblemática de mi adolescencia.

Dositeo era un portero de los de ley, con su uniforme azul marino y botones dorados, además de uno gris para los momentos de faena. Recio y brusco, soltaba unos tacos del diez, por lo que los chiquillos se empeñaban -nos empeñábamos- en hacerle perrerías tan sólo por oírle bramar mientras huían espantados y divertidos. Luego se sonreía cuando creía no ser visto. Una figura entrañable.

A medida que crecíamos su complicidad semejaba la de ese abuelo que quiere tapar tus desparrames de nuevas experiencias adolescentes, y luego al pasar el tiempo se alegra de tus progresos de juventud. Lo vi envejecer y me dolió su deterioro a causa de ese terrible mal que adelanta la muerte, dejando a la persona sin memoria de uno mismo ni consciencia de su vida vivida. Su muerte me dolió, era como de la familia. El portal dejó de pertenecerme cuando él desapareció. Mientras él vivió, aquel portal seguía siendo algo mío a pesar de haber dejado la casa de mis padres hacía una eternidad.

Fue él quien me comunicó la muerte de un amigo -hermano casi- al volante de su recién estrenado coche comprado con el dinero ganado en su vuelta al mundo en el Juan Sebastián Elcano. No pudo disfrutar de sus recién ganados galones y un despiste lo congeló en mi memoria con poco más de veinte años. Es curioso, lo recuerdo como amigo, como igual a igual, no como a un crío de veinte años. Dositeo lloraba como un niño cuando nos dijo que había venido la Guardia Civil...

Esa memorable figura nada tiene que ver con otros porteros que he tenido. Cierto es que no he hablado con ellos más allá de esos buenos días o alguna consulta referente al próximo corte de agua. A excepción de ese saludo obligado en Navidades al tiempo de entregarles su aguinaldo y alguna botella con dulces.

Dositeo no era dado a chismorreos, aunque te enterabas de todo por él. Pero jamás supe que se hiciera eco de crítica o cotilleo alguno. Toda una excepción para confirmar la regla, tal vez.

Ahora tengo uno automático, aunque siguen quedando de los otros, de esos que automáticamente se hacen eco y propagan todo tipo de chismorreos sobre quienes tal vez odian íntimamente. O sobre quienes consideran señoritos, pero que en definitiva no son otra cosa que esos que al fin y al cabo les pagan su sueldo para vivir como señoritos. O sea, los señores de la casa.

martes, 6 de julio de 2010

Gran Blanco humano




Narrativa experimental, por Antonio Elvira

Le pareció vislumbrar apenas como una mancha oscura que pasaba justo por debajo de sus pies. Un escalofrío le hizo hinchar el pecho y le llegó hasta la nuca. Sus sentidos se nublaron por un momento... Casi con desesperación metió la cabeza en el mar e intentó ver algo. El agua no estaba muy turbia y podía ver la masa clara de la arena del fondo a poco más de dos metros y medio de profundidad. Casi hacía pié... Al girar la cabeza hacia la izquierda sí vio algo grande y cerca, muy cerca. El roce vino inmediatamente. Fue en su rodilla izquierda donde notó que algo le pasaba rozando, áspera y rápidamente. No veía bien, las gafas las había dejado en la orilla, en la camisa, y como nadaba con los ojos abiertos, no se había puesto lentillas; y además bajo el agua peor aún. 

Su impulso inmediato fue intentar salir del agua. Como fuera. Para ello y sin pensarlo, encogió las piernas hacia sí mismo e introdujo las manos hacia abajo hasta apoyarlas en la masa que pasaba rozándole. E intentó ponerse de pie sobre ella para impulsarse fuera del agua. Quería saltar; saltar alto, lejos del agua, hasta sostenerse en algún lugar inexistente que le permitiera no tener el más mínimo contacto con el mar.

Al hacer dicho intento, se encontró de pronto con medio cuerpo fuera del agua y propulsado hacia arriba y hacia adelante. Se había impulsado sobre algo que se movía deprisa hacia la orilla. Sus pies no resbalaron; por unos breves instantes pudo mantener un precario equilibrio mientras, borrosamente y como a un metro y medio a su derecha, y en la posición de las dos en un reloj, vió apenas, entre salpicaduras y a través de su miopía, otra masa sumergida. Y sobre ella, algo que surcaba el agua dejando una estela de espuma que pasaba por su costado derecho. Todo era caótico; vislumbraba la playa con los colores de las sombrillas, de la gente y de sus bañadores, formando un borroso calidoscopio que parecía muy cercano. Tenía que llegar allí como fuera. Tenía que alejarse de esta estúpida e incomprensible situación que le tenía bloqueado por un pánico incontrolable.

Y saltó. Sí, saltó. Se impulsó con todas sus fuerzas hacia aquella nueva forma que le ofrecía algo a lo que agarrarse, algo que surcaba el agua dejando una estela de espuma. Su pecho topó con algo duro y áspero, flexible pero firme. Sin saber cómo, se encontró asido a algo y se agarró como pudo a ello apretándolo a la vez contra su cabeza para no despegarse. Era como una tabla, una tabla de salvación que se movía y lo acercaba a la orilla. Entre sus piernas y muslos algo se movía de lado a lado produciéndole fuertes golpes, hasta que logró ponerse a horcajadas y apretarse fuertemente para no sentirse desmontado de esta improvisada y desconcertante cabalgadura. Las salpicaduras del agua salada y la espuma le tenían despistado y le impedían tomar el aire con naturalidad. Estaba tragando agua y no veía donde estaba. Pero estaba seguro de que se acercaba a la orilla... Algo le acercaba a la orilla.

Intentó afianzar su postura y quiso acercar las rodillas hacia su pecho mientras seguía a horcajadas sobre su montura. Quería protegerse, recogerse lo más posible. Una posición fetal, ¡sí, eso era! ¡Una posición como la de un jockey sobre su caballo! Pero la parte superior de sus muslos topaban con algo que le impedían adoptar dicha postura. Aguantó la respiración y consiguió subir una rodilla sobre dicho tope. Primero fue la derecha, y eso le hizo tener que agarrarse con más fuerza para evitar ser desmontado. Consiguió también repetir el movimiento con la otra pierna. La postura era extraña e inestable. Presionó con las rodillas como quien pasa de una posición fetal, similar a la del musulmán orante, a otra posición erguida sobre sus rodillas. Inexplicablemente ese movimiento hizo que su posición semisumergida se impulsara hacia arriba y quedara con el agua a la altura del pecho, sujetándose firmemente con ambas manos a algo estrecho justo delante suyo y que surcaba el agua hacia la playa.

Su visión escasamente nítida, propia de una alta miopía, no le impidió darse cuenta de lo inaudito de la situación. Estaba cabalgando rápidamente hacia la orilla, ¡cabalgando sobre un tiburón! ¡Y era grande! ¡Estaba sentado en el lomo de un tiburón, las rodillas sobre sus aletas pectorales y agarrotado más que agarrado a su aleta dorsal que tenía justo delante!

Empezó a chillar. No sabía si para pedir ayuda para su comprometidísima situación, o para avisar a los bañistas de lo que pasaba para que se protegieran. Pero chillaba. Gritos potentes y cortos. Las rodillas le permitían cierto control de la situación, conseguía mantener el equilibrio a pesar del movimiento de vaivén lateral cada vez más rápido. Pero además, cuanto más intentaba erguirse, más sobresalía el tremendo animal del agua. Casi intuía sus ojos a ras de la misma. La gente corría hacia la orilla a su lado... ¡Corrían! ¡Hacían pié!

De repente sus pies sintieron el contacto con la arena. La notó en sus empeines. Enseguida dejaron de avanzar. ¡Habían embarrancado! Pero él seguía asido con fuerza al animal que de pronto empezó a dar unas fortísimas sacudidas. ¡Lo iba a descabalgar! Se iba a caer al agua justo al lado de este monstruo. Se intentó abrazar a la aleta, ¡tenía que pensar!

No hizo falta. De pronto estaba rodeado de varios hombres que le sujetaron e intentaban agarrar al bicho. Tiraban de él con fuerza... Gritos, salpicaduras, bandazos, tirones... Hubo un momento en que perdió la noción de lo que pasaba.

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El aire susurraba agradablemente en sus oídos un ligero zumbido y movía suavemente su pelo. A su alrededor todo era azul claro y se sentía liviano. A su lado, una gaviota parecía suspendida en el aire. Sus plumas se mecían mientras su cabeza miraba a un sitio y a otro con rápidos y bruscos movimientos; como a saltitos. Miró hacia abajo. La playa, las sombrillas, la gente, la orilla,...

Estaba en el aire, flotando en el aire, sin esfuerzo, con una gaviota al lado que lo ignoraba... ¿Pero qué..? Había un grupo de gente, como un corro. No muy lejos, un gran pez en la orilla, y sangre, mucha sangre. ¿Y el otro? Había otro. El primero; desde el que consiguió saltar hacia ese que estaba ahí. No lo veía. Pero bueno, a éste lo han cogido. Han conseguido matarlo, parece.

Y oye su propia voz que le dice:
-Yo lo llevé hasta allí...-¿Yo?


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Cuando volvió a recuperar la consciencia estaba tumbado sobre una toalla, en la playa, boca arriba y rodeado de gente. Le pareció ver.., ¡sí era él! ¡Era su hijo mayor! Lo veía borroso pero era él. No le habían puesto las gafas, por eso no veía bien. Ahora se las pediría, estaban en su camisa al lado de la sombrilla. Se notaba dolorido y cansado, pero no especialmente. Aturdido sí; sin ganas de incorporarse ni de levantarse de momento. Bert, su otro hijo, también debía de estar por aquí... Se habían reunido después de tiempo para ir a la playa. Un baño rápido antes de que llegue la hora de la avalancha de bañistas, y a casa dando un paseo. Después, una comida familiar; de reencuentro y para darles una sorpresa. Su vida iba a dar un giro importante y quería comunicárselo.

-¡Tom! ¡Tom, hijo, mis gafas! Están en mi camisa al lado de la toalla grande... - pero no se oía a sí mismo. Estaba seguro de haber hablado en un tono de voz razonable, pero no oyó nada. Debían de habérsele taponado los oídos con toda esta odisea. ¡Un momento! ¡Sí, Tom le había oído! Se giró y se acercó rápido hasta casi abalanzarse sobre él.

-¡Papá, papá! ¿me oyes?- Tenía los ojos rojos. Muy rojos. Mira que le había dicho mil veces que no buceara sin gafas en esta playa. El agua no estaba demasiado limpia; a él a veces le producía hasta urticaria... Los ojos rojos y llorosos. ¡Ya había cogido alguna alergia..! Y es que por mucho que crezcan siempre seguirán siendo unos críos...

Poco a poco pareció dormirse. Los sonidos y colores de su alrededor se fueron apagando y difuminando sin poderlo evitar. Todo se volvió oscuro, de un profundo color azul casi negro. Ya no estaba cálido, ni notaba que estuviera apoyado sobre nada. Se sentía húmedo. Más que húmedo, empapado. Y el agua estaba fría. Lo notó especialmente cuando pasó por su garganta.., al respirarla.

No veía nada en aquella profunda oscuridad, pero sabía por donde iba. De alguna forma percibía todo lo que había a su alrededor. Alguna parte de su cuerpo parecía tocar algo a pesar de saberlo lejano. Notaba que había algo grande flotando a lo lejos.Y de algún modo también sabía que al lado de aquel lejano objeto grande había algo más pequeño que se movía. Y él sin saber ni cómo ni porqué, se acercaba hacia allí.


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Ella ya no podía aguantarlo más. Apareció en su vida cuando intentaba encontrarla de nuevo tras un fracaso emocional, y se agarró a él como a clavo ardiendo. Cuando se encontraba sola y desfallecida, él le tendió la mano. Pero ahora se había convertido en una carga.

No sabía como despegarse y hasta le daba reparo hacerlo. Le debía mucho, no podía hacerle daño. Seguro que esto se pasaría y no sería más que una crisis. En realidad no pasaba nada, todo era igual que siempre. O puede que eso fuera precisamente lo que ya no soportaba. Por eso aceptó la invitación de estos amigos. Le merecían toda su confianza. Nunca había pernoctado en un yate y era una oportunidad de probar esa experiencia. Se sentía nerviosa por ello, y tampoco sabía si se marearía ahí dentro. Pero le hacía ilusión la idea. Por eso le mintió para hacer esta travesía.

Ignoraba lo que había pasado. Estaba dormida en el camarote de proa cuando sintió un tremendo ruido; como si la cabeza le hubiera estallado. Luego, no sabía cómo, había terminado en el agua helada, intentando bracear para sacar la cabeza y respirar. Allí veía la embarcación, la popa, o así creía recordar que ellos llamaban a la parte de atrás. Parecía mucho más alta que cuando se encontraba a bordo. Curiosamente, también veía la hélice.., y estaba fuera del agua.

No veía a nadie más en el agua. El mar estaba tranquilo y había cosas flotando a su alrededor. Entonces pasó. Fue un tremendo fogonazo que le pareció a cámara lenta. El ruido lo sintió como si le hubieran apretado con fuerza los oídos de golpe. Pero le dió tiempo a meter la cabeza bajo el agua para evitar las llamas que venían hacia ella. Al sacarla de nuevo el panorama era muy distinto. Había humo. Ya no estaba la popa del barco. Y ahora sí veía a alguien en el agua, como a unos quince metros. Estaba boca abajo y no se movía.

De repente sí se movió. Fue un movimiento brusco, aunque no daba señales de vida. Se hundió de golpe y volvió a emerger. Inmediatamente recorrió deprisa unos cuantos metros hacia ella y se paró. Luego se repitió el movimiento hacia su izquierda. Mientras se movía pudo ver su cara que apenas sobresalía del agua. Era la pareja de Adrian, nunca se acordaba de su nombre. A su alrededor, el mar parecía tener un tono rojizo

El agua pareció agitarse a su lado y algo le golpeó la pierna derecha.


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Casi no oyó la sirena de la ambulancia en la que le transportaron hasta el hospital. Ahora ya estaba en una cama, en la UCI, conectado a una miríada de aparatos, pero no tenía conciencia de ello. El Gráfico de la actividad cerebral fue apaciguándose a medida que se veía de nuevo envuelto en esa especie de sueño que le vaciaba de sí mismo...

Ahora percibía -sin saber de qué modo- que se acercaba más hacia aquello que le pareció tocar a pesar de su lejanía. Hacía un momento que una tremenda sacudida había estremecido su cuerpo e hizo que avanzara aún más deprisa. Notaba un sabor en el agua que le excitaba y le impelía a moverse más rápido. Todo a su alrededor tenía un color azul cada vez más claro, y por arriba notaba aún más luminosidad.

De algún modo sabía que había movimiento en el lugar a donde se acercaba. Y ese agradable sabor en el agua se hacía más intenso. Ahora ya había mucha luz, hasta notaba el sol en su espalda mientras percibía la velocidad del agua recorriendo su cuerpo.., mientras avanzaba.

Ya veía algo. El agua estaba llena de restos destrozados, de tejidos que flotaban a media altura adquiriendo formas fantasmagóricas. Trozos de madera, de muebles.., y de cosas comestibles. Vió bancos de peces mordisqueando lo que parecían trozos de carne. Algunos con jirones de tela.

Una gran actividad llamó su atención cuando todo su cuerpo sintió, casi tocó, las vibraciones que producía. Se dirigió a comprobar de qué se trataba. Vió al menos tres peces grandes, tiburones, tratando de arrebatarse de forma frenética lo que le pareció una muñeca de trapo. De pronto dejó de parecer muñeca pues su melena rubia desapareció, junto con su cabeza, dentro de las fauces de uno de los grandes peces que se la disputaban. Otro de ellos se alejó del grupo y se acercó a algo que se movía en la superficie.

Vió claramente su silueta tratando de nadar. Era una mujer. Su cuerpo apenas cubierto con una sutil tela que impedía sus movimientos. De una de sus piernas se desprendía como un hilillo de color rojo. Le llegó su sabor. Con unos rápidos movimientos alcanzó una gran velocidad y se dispuso a aguantar el topetazo contra ese rival que se dirigía hacia el mismo lugar. Le dió de lleno bajo las aletas y lo impulsó fuera del agua por el fortísimo golpe. Cuando volvió a caer, de su boca y espiráculos salía sangre en abundancia. Su nadar, impulsado por cortos y rápidos movimientos de la cola, se volvió una espiral que recorría boca arriba, con la boca abierta. Los otros dos se abalanzaron sobre él arrancándole trozos de carne.

Todo esto le produjo una tremenda excitación. Nadaba rápido, nervioso, dando círculos y subiendo y bajando sin perder de vista el espectáculo y saboreando la mezcla de sabores que le venían. Pero no dejó de observar ni por un momento aquella silueta que flotaba envuelta en gasas, y que trataba de mantenerse a flote a duras penas.

Se acercó despacio, por debajo y girando alrededor de ella. Subiendo poco a poco, hasta que casi sacó la cabeza del mar. Su gran ojo negro la miró mientras ella apenas sacaba los suyos del agua. Notaba el sabor de la sangre que perdía por la herida de la pierna. Alguno de los otros había logrado morderla.

Ella alargó su brazo hacia él, intentaba agarrarse. Se acercó despacio y dejó que lo hiciera. Y así, con ella casi encima de su espalda, empezó a alejarse para llevarla a sitio seguro.

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Ella ya no podía más, había visto como su amiga desaparecía y aparecía delante de ella entre salpicaduras de agua y sangre. Estaba paralizada por el pánico. El golpe que antes le pareció sentir en la pierna empezaba a doler. A duras penas logró tocar su pie por ver si aún seguía ahí. Sabía que estaban siendo presa de tiburones, y que nada podía hacer. Tampoco podía moverse, estaba entumecida y tiritando. No sabía si de miedo o de frío. Estaba a punto de perder el conocimiento.

Y entonces lo vió. Su expresión relajada le ofreció confianza. Estaba ahí, sonriente, ofreciéndole la mano para que se cogiese. No sabía quien era ese hombre, pero se agarró a él. Era una milagrosa tabla de salvación. En cuanto lo tocó, desaparecieron el pánico y la sensación de estar en un mar rodeada de tiburones. Notó como avanzaban flotando... Fue cuando se desmayó.

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Tenía que nadar con cuidado de no descabalgarla, ella iba como dormida y por eso era él quien debía procurar que su cabeza permaneciera fuera del agua. Eso le obligaba a su vez a nadar con buena parte de la suya fuera, por lo que llegaba a verla sobre su lomo. Se dirigía hacia la costa, debía llevarla a tierra, la notaba fría y su pierna no dejaba de sangrar.

Buscaba una playa tranquila donde dejarla, aunque si no se despertaba podría ahogarse incluso en un palmo de agua. Debería esperar a la pleamar para intentar dejarla lo más fuera del agua posible, pero ello tenía el tremendo riesgo de que él no pudiera retornar al mar. Podría quedar varado a su lado y morir dándole la vida. Estaría dispuesto a ello tan sólo si tuviera la certeza de que ella viviría, pero no tenía esa garantía a la vista de su estado. De algún modo tendría que atraer ayuda hasta donde la depositara.

Ya no podía acercarse más, la arena rozaba su vientre y tenía buena parte de su lomo fuera del agua. Logró descabalgarla, pero ella quedó boca abajo. Así no podía respirar.., y no despertaba. Así que con unos coletazos la acercó más a la orilla. Ahora ya estaba totalmente apoyado en la arena y con medio cuerpo fuera. Pero no podía darle la vuelta para que su boca no estuviera sumergida. Si respiraba un par de veces agua, moririría sin enterarse.

Con tremendas sacudidas de todo su cuerpo, consiguíó avanzar un par de metros hacia la arena de la playa empujándola. Ahora sí quedó boca arriba y fuera del agua. Era una mujer hermosa, de una epléndida madurez. Y dormida, parecía un ángel.

Pero recordó que no estaba dormida sino muriéndose. Tendría que hacer algo y rápido. Aunque lo primero era conseguir volver al mar, no podía respirar.

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En el hospital la enfermera había alertado al cuadro médico. Los instrumentos habían empezado a pitar y el cuerpo maltrecho del herido se agitaba compulsivamente. Incluso dando saltos sobre la cama. No entendía como podía hacerlo a pesar de haber perdido las extremidades. Nunca creyó que esa persona saliera viva de allí. Era muy posible que ya ni fuera suya la sangre que corría por su mutilado cuerpo tras tantas transfusiones.

Los médicos ordenaron administrarle más relajante muscular y sedación. La cama estaba empapada. Algo debía de haberse derramado sobre el herido con tanto movimiento. Pidió ayuda para cambiarle las sábanas.

Sabía que el accidentado había sufrido un extraño ataque de tiburón. En la playa, ante la gente. Por lo visto aparecieron dos tiburones en la misma orilla. Uno escapó. A este pobre hombre le habían mutilado por completo. Su familia estaba en la salita de afuera desde entonces. Ya hacía dos días y el hombre aguantaba vivo de forma inexplicable. Tenía una expresión serena, afable y varonil. Claro que no lo vió consciente nunca.

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Estaba agotado. Al borde de sus fuerzas. Se había quedado casi boca arriba sobre la playa en donde apenas había un palmo de agua, y no conseguía volver al mar. La piel se le estaba secando y ya empezaba a dolerle. Desde donde estaba no podía verla y además tenía los ojos llenos de arena, pero la última vez que la vió aún estaba sin conocimiento tumbada en la playa. No entendía qué hacía aquí, preso en un cuerpo que no era el suyo y percibiendo cosas que no entendía.

Notó que la desesperación hacía mella en él y de alguna forma supo que no podía permitírselo. En un esfuerzo más, tensó sus músculos y empezó a arquearse con fuerza, hasta que casi empezó a botar sobre sí mismo. En uno de esos saltos el agua le llegó a cubrir la boca, pero no era suficiente. Para respirar necesitaba desplazarse, que el agua corriera por dentro de su boca y saliera por los espiráculos. No tenía forma de bombearla él mismo.

En vez de saltar, ahora intentó avanzar con fuertes coletazos. Avanzó algo, pero no suficiente. Notaba la falta de oxígeno en todo su cuerpo. Tenía que seguir intentándolo, no hacerlo significaba morir asfixiado. Pero sus músculos ya no le respondían igual. A pesar de ello siguió esforzándose.
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Uno de los helicópteros había localizado algunos restos. Se recibió un aviso automático de socorro, pero al poco tiempo la señal desapareció. Esos restos podrían tener algo que ver con eso. La embarcación de salvamento no tardaría en llegar, no estaban tan lejos de la costa. Mientras, estaban a ras de agua buscando.

Eso que flotaba parecía un chaleco salvavidas... Estaba destrozado, pero aún sostenía lo que parecían los restos de un tronco humano. En el chaleco se veían claramente las mordeduras. Esos pobres, fuesen quienes fuesen, habían sido rematados por los tiburones, por inusual que eso pudiera parecer en estas aguas. Aunque hacía un par de días había sucedido aquel extraño ataque en la playa. Habría que activar la alarma para intentar localizarlos y acabar con esa amenaza.

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Había conseguido adentrarse en el agua. La arena del fondo rozaba su vientre pero podía moverse. Sin embargo, no encontraba modo alguno de alejarse de la playa. Un banco de arena lo separaba de mar abierto y en su estado no se atrevía a intentar superarlo con tan poca profundidad. Antes tendría que nadar de un lado a otro para oxigenar de nuevo todo su cuerpo y renovar energías.

De vez en cuando sacaba su ojo a ras de agua y borrosamente la veía tumbada en la arena sin moverse. Hasta que la marea no subiera de nuevo, no podría traspasar ese banco de arena que ahora le hacía imposible ir a ninguna parte. El trecho de agua en el que podía moverse no tendría más de doscientos metros, por lo que no hacía más que ir de un extremo a otro para que el agua pudiera pasar por sus branquias y respirar su alto contenido en oxígeno. De quedarse quieto, se asfixiaría.

Habrían transcurrido varias horas desde que consiguío dejarla fuera del agua, cuando le pareció ver movimiento en la playa. Parecía un grupo de gente que se dirigía hacia donde ella yacía. Intentó sumergirse más, pero no podía; su aleta dorsal y parte de su lomo tenían que ser visibles desde la orilla.
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El aviso llegó al piloto del helicóptero que buscaba por la zona del naufragio. Tenían que dirigirse a la costa a recoger a un posible superviviente del siniestro. Comunicó a sus acompañantes que se prepararan para recibir a un herido. Por lo visto era una mujer; presentaba un mordisco en una pierna y un pésimo estado general. La habían encontrado en una playa a la que parece que le siguió uno de esos bichos.

Al despertar se vio rodeada de médicos y enfermeras. Uno de ellos se dirigió a ella amablemente diciéndole que ya pasó todo, que estaba bien y que se relajara. Le dijeron que estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos para vigilar cualquier cambio en su estado, pero que no tenía nada irreparable. Lo de la pierna era un corte y ya lo habían suturado, casi no le quedaría marca. Pero ella sentía frío y se encontrada muy mareada.

Cuando se alejaron pudo ver otras camas con enfermos. La más cercana ... ¡el corazón le dió un salto! ¡Esa cara! ¡Ese hombre era quien la había salvado, estaba segura! Quiso incorporarse pero no pudo, y poco a poco se fue desvaneciendo hasta quedar profundamente dormida sin apartar su mirada de él.

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Mientras, en la playa se había organizado una operación para capturar al tiburón. Era un formidable ejemplar de tiburón blanco, el gran blanco de algunas leyendas marineras. Aunque no parecía que el objetivo fuera capturarlo con vida. Varios de los hombres iban armados con escopetas, al margen de si iban de uniforme o no. Algunos uniformados trataban de poner orden y de alejar a la gente de la orilla pero sin éxito alguno.

Cuando el helicóptero volvió e hizo una pasada rozando al agua, justo por donde se veía la aleta sobresalir, se produjo el caos. El agua salpicaba alrededor del gran escualo mientras el fragor de los disparos se fundían con el del motor del helicóptero. Inútil resultaba el altavoz desde el que un policía intentaba calmar el desenfreno de los tiradores. El helicóptero tuvo que elevarse para no ser dañado por algún disparo perdido.

Sabía que de quedarse allí estaría perdido. Había sentido la mordedura del plomo de los disparos sobre algunas partes de su cuerpo. Nadaba frenéticamente de un lado a otro del corredor de agua en el que se encontraba atrapado. Empezó a notar el sabor a sangre, de su sangre. Uno de los disparos le perforó la aleta dorsal. Notó como parte de ella se volatizaba al recibir el impacto de una miríada de balines de plomo.

Así que lo hizo. Se lanzó hacia el banco de arena hasta quedar embarrancado en él. Tenía medio cuerpo fuera del agua y comenzó a agitarse y a coletear compulsivamente para intentar avanzar y llegar a aguas más profundas. Recibió más de un impacto y sentía que perdía sangre. Mientras saltaba, la sangre salía de su boca y de varias heridas a lo largo de su cuerpo.

Algunos de sus acosadores se habían adentrado en el mar hasta la cintura para asegurarse el blanco. Y lo estaban consiguiendo mientras él seguía esforzándose en avanzar desesperadamente con fuertes coletazos.


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Se despertó sobresaltada. Había actividad en la cama donde lo había creído ver antes. Estaba rodeado por médicos y enfermeras y parecía que intentaban sujetarlo. El suelo estaba totalmente encharcado de lo que parecía agua. Un impulso irresistible la empujó a erguirse. Sin apartar la vista de aquella escena, fue desprendiéndose de todo aquello que tenía conectado a brazos, pecho y nariz. Eso hizo que algo empezase a pitar de forma insistente. Una de las enfermeras se giró e intentó acercársele, pero resbaló y cayó en el charco de agua.

Ella logró ponerse de pie y se fue acercando despacio, descalza. Notaba el agua fría en sus pies. Entonces pudo verlo, tenía el cuerpo extrañamente pequeño y totalmente envuelto en tela blanca sorprendentemente empapada. Se agitaba de forma tremenda y desesperada, pero mantenía sus ojos cerrados. Los aparatos médicos a los que estaba conectado no paraban de soltar pitidos. De algún modo se hizo un hueco entre los que intentaban sujetarle y acercó su mano hasta que pudo tocar su pecho.

Sintió que estaba mojado y frío. De pronto se calmó y entreabrió sus ojos mirándola. Cuando él esbozó una sonrisa ella se estremeció y retiró súbitamente la mano. Creyó ver en su boca varias filas de dientes, pero enseguida reconoció esa sonrisa que le hizo avanzar hacia él cuando la salvó. Todo parecía que sucedía a cámara lenta. Distraídamente se llevó la mano a la boca mientras le devolvía la sonrisa.., notó el sabor a agua salada. Volvió a acercar la mano a su pecho y él cerró despacio los ojos mientras no los apartaba de los suyos. Una repentina tranquilidad se apoderó de ella mientras los pitidos de los aparatos dejaron de sonar.


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En la playa la vorágine de gritos y disparos continuaba. Ya no había forma de que el animal pudiera escapar de allí. Estaba quieto y ensangrentado. La mitad superior de su cuerpo estaba fuera del agua y se veían las heridas de múltiples disparos. Parecía un gran juguete roto, con el agujero para colgarlo del estante justo en su aleta dorsal.

Algo le había paralizado y no eran los disparos. Había sentido su mano y visto su sonrisa. De algún modo, así había sido. Una tremenda tranquilidad le invadió al saberla viva. Sacó fuerzas de donde no las tenía y de tres soberbios coletazos superó la barrera de arena. Ya no le quedaron fuerzas más que para mover instintivamente la cola mientras iba ganando profundidad. Todo empezó a hacerse más oscuro a medida que poco a poco se hundía... Y una gran paz le invadió.


FIN


Epílogo:

En esa casita cerca de la playa vive una hermosa mujer desde hace años. Dicen de ella que está loca, que se quedó perturbada tras un accidente que sufrió hace tiempo; un naufragio, dicen. Las noches de luna llena baja a la playa, se desnuda y se interna en el mar. Debe de ser una magnífica nadadora porque no regresa hasta el amanecer. Hay quien dice que le pareció ver que nadaba al lado de un enorme pez, pues daba la impresión de ir cogida a una gran aleta que sobresalía del mar.., con un agujero en medio, como si de un disparo se tratase y por donde ella pasaba su mano.

Todos los años, en verano, recibe la visita de dos jóvenes, huérfanos de padre, y se van los tres a la orilla del mar. Se pasan horas mirando al horizonte. Al anochecer se adentran en el agua, nadie sabe nada más.

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jueves, 24 de abril de 2008

Un cuento


La Bruja de la Montaña (El caballero Sir Galahad)

Jorge Bucay?*
(*) Jorge Bukay no es el autor del cuento, él mismo lo desvela aquí, tan sólo retocó el final. Yo también me he permitido hacer algunos cambios sobre el cuento que también me llegó por internet años atrás, quizás el mismo que a él
Pero el cuento es muy anterior a internet. Se basa nada menos que en uno de los Cuentos de Canterbury de Geoffrey ChaucerEl cuento de la esposa de Bath, escritos en el siglo XIV. Y no parece que el final sea distinto, por lo que puede que al final sí sea cuento de Bucay, pero en el sentido peyorativo.

Esta historia nos remonta a la época del rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda. Eran tiempos de hechicería y castillos de puentes levadizos. Tiempos de intrigas y batallas heroicas. Tiempos de dragones mágicos que arrojaban fuego por la boca y de paladines de honor y valor ilimitado.



Cuentan que en Camelot el rey Arturo había enfermado. En tan solo unas semanas su debilidad lo había postrado en la cama y ya casi no comía. Todos los médicos de la corte fueron convocados para curar al monarca, pero nadie había podido diagnosticar su mal. Pese a todos los cuidados, el buen rey empeoraba.


Una mañana, mientras dos sirvientes aireaban la habitación donde el Rey yacía dormido, uno de ellos le dijo al otro con tristeza:

-Morirá...

En ese misma estancia se encontraba Sir Galahad, el más heroico y leal de los Caballeros de la Mesa Redonda y compañero de las grandes hazañas y lides de Arturo. Galahad escuchó el comentario del sirviente y se puso de pie como un rayo, tomó a éste del ropaje y le gritó:

-Jamás vuelvas a repetir esa palabra, ¿oíste? El rey vivirá, el rey se recuperará... Solo necesitamos encontrar al médico que conozca su mal, ¿está claro?

El sirviente, temblando, se atrevió a contestar:

-Lo que pasa, Sir, es que Arturo no está enfermo, está embrujado.

Eran épocas donde la magia era tan lógica y natural como el respirar.

-¡Maldición! ¿Por qué dices eso? -preguntó Galahad.

-Tengo muchos años, mi señor, y he visto decenas de hombres y mujeres en esa situación. Y solamente uno de ellos ha sobrevivido.
-Eso quiere decir que existe una posibilidad... -replicó el Caballero- Dime cómo lo hizo ése, el que escapó de la muerte.

-Se trata, mi Señor, de conseguir un brujo más poderoso que el que realizó el conjuro; si eso no se hace, el hechizado muere.

-Debe haber en el reino un hechicero poderoso, -dijo Galahad- pero si no está en el reino, lo iré a buscar al otro lado del mar y lo traeré.

-Que yo sepa hay solamente dos personas tan poderosas como para curar a Arturo, Sir Galahad; uno es Merlín, que aún en el caso de que se enterara tardaría dos semanas en venir, y no creo que nuestro rey pueda soportar tanto.

-¿Y la otra? -preguntó Galahad.

El viejo sirviente bajó la cabeza moviéndola de un lado a otro negativamente.

-La otra es la Bruja de la Montaña... Pero aún cuando hubiera alguien lo suficientemente valiente como para ir a buscarla, lo cual dudo, ella jamás vendría a curar al rey que la expulsó del palacio hace tantos años.

La fama de la bruja era realmente siniestra. Se sabía que era capaz de transformar en su esclavo al más bravo guerrero con sólo mirarlo a los ojos; se decía que tan sólo con tocarla se le helaba a uno la sangre en las venas; se contaba que hervía a la gente en aceite para comerse su corazón. Su guarida estaba guardada por los espectros de esas víctimas.

Pero Arturo era el mejor amigo que Galahad había tenido en su vida, había batallado a su lado cientos de veces, había escuchado sus penas más banales y las más profundas. No había riesgo que él no corriera por salvar a su soberano, a su amigo y a la mejor persona que había conocido.

Galahad se enfundó en su armadura, descolgó su escudo del patio de armas, aprestó su espada y montando su caballo se dirigió a la montaña Negra donde estaba la cueva de la bruja.

Apenas cruzó el río, notó que el cielo comenzaba a oscurecerse. Nubes opacas y densas permanecían ancladas al pie de la montaña. Al llegar a la cueva, la noche parecía haber caído en pleno día.

Galahad desmontó y caminó hasta el agujero en la piedra. Verdaderamente, el frío sobrenatural que salía de la gruta y el olor fétido que emanaba del interior, lo obligaron a replantearse la empresa; pero el caballero resistió y siguió avanzando por el suelo encharcado y el lúgubre túnel. De vez en cuando, el aleteo de un murciélago lo llevaba a cubrirse instintivamente la cara.

A quince minutos de marcha, el túnel se abría en una enorme caverna impregnada de un olor acre y de una luz amarillenta generada por cientos de velas encendidas. En el centro, revolviendo una olla humeante, estaba la bruja.

Era una típica bruja de cuento, tal y como se la había descrito su abuela en aquellas historias de terror que le contaba en su infancia, antes de dormir, y que lo despertaban fantaseando con esa lucha contra el mal, que emprendería cuando tuviera edad para ser caballero de la corte.

Allí estaba, encorvada, vestida de negro, con las manos alargadas y huesudas terminadas en larguísimas uñas que parecían garras, los ojos pequeños, la nariz ganchuda, el mentón prominente y una actitud que encarnaba el espanto.

Apenas Galahad entró, sin siquiera mirarlo la bruja le gritó:

-¡Vete antes de que te convierta en un sapo o en algo peor!

-He venido a buscarte. -dijo Galahad- Necesito ayuda para mi amigo Arturo que está muy enfermo.
-¡Je, je, je…! -rió la bruja- El rey está embrujado y a pesar de que no he sido yo quien ha hecho el conjuro, nada hay que pueda hacer para evitar su muerte.

-Pero tú… Tú eres más poderosa que quien hizo el conjuro. Tú podrías salvarlo -argumentó Galahad.

-¿Porqué haría yo tal cosa? -preguntó la bruja recordando con resentimiento el desprecio del Rey.

-Por lo que pidas. -dijo Galahad- Me ocuparé personalmente de que se te pague el precio que exijas.

La bruja miró al Caballero. Era ciertamente extraño tener a semejante personaje en su cueva pidiéndole ayuda. Aún a la luz de las velas, Galahad aparecía apuesto y firme, lo cual sumado a su porte lo convertía en la clara imagen de la gallardía y la nobleza.

La bruja lo miró de reojo y anunció:

-El precio es este: si curo al rey, y solamente si lo curo…

-¡Lo que pidas! -dijo Galahad.

-...¡quiero que te cases conmigo!

Galahad se estremeció. No concebía pasar el resto de su días conviviendo con la bruja, y sin embargo, era la vida de Arturo. Cuántas veces su amigo había salvado la suya durante una batalla. Le debía no una, sino cien vidas… Además, el reino necesitaba de Arturo.

-Sea. -dijo el caballero- Si curas a Arturo te desposaré, te doy mi palabra. Pero por favor, apúrate, temo llegar al castillo y que sea tarde para salvarlo.

En silencio, la bruja tomó un fardo, puso unos cuantos polvos y brebajes en su interior, recogió una bolsa de cuero llena de extraños ingredientes y se dirigió al exterior, seguida por Galahad.

Al llegar afuera, Galahad trajo su caballo y galantemente, con el cuidado con que se trata a una reina, ayudó a la bruja a montar en la grupa. Montó a su vez y empezó a cabalgar hacia el castillo real.

Una vez en el castillo, gritó al guardia para que bajara el puente, y éste con reticencia lo hizo.

Flanqueado por la gente de la fortaleza que murmuraba sin poder creer lo que veía, o se apartaba para no cruzar su mirada con la horrible mujer, Galahad llegó a la puerta de acceso a las habitaciones reales.

Con la mano impidió que la bruja se bajara por sus propios medios y se apuró a darle el brazo para ayudarla. Ella se sorprendió y lo miró casi con sarcasmo.

-Si es que vas a ser mi esposa -le dijo- es bueno que seas tratada como tal.
Apoyada en el brazo del caballero, la bruja entró en la recámara real. El rey había empeorado desde la partida de Galahad. Ya no despertaba ni se alimentaba.

Galahad ordenó a todos abandonar la habitación. El médico personal del rey pidió permanecer y Galahad consintió.

La bruja se acercó al cuerpo de Arturo, lo olió, dijo algunas palabras extrañas y luego preparó un brebaje de un desagradable color verde que mezcló con un junco. Cuando intentó darle a beber el líquido al enfermo, el médico le tomó la mano con dureza.

-No. -dijo- Yo soy el médico real y no confío en brujerías. ¡Fuera de…!

Y seguramente habría continuado diciendo “…de este castillo”, pero no llegó a hacerlo; Galahad estaba a su lado con la espada desenvainada y la mirada furiosa.

-No toques a esta mujer. -dijo Galahad- El que se va eres tú... ¡Ahora! -gritó.

El médico huyó asustado. La bruja acercó la botella a los labios del rey y dejó caer el contenido en su boca.

-¿Y ahora? -preguntó Galahad.

-Ahora hay que esperar -dijo la bruja.

Ya en la noche, Galahad se quitó la capa y armó con ella un pequeño lecho a los pies de la cama del Rey para la bruja. Él se quedaría en la puerta de acceso cuidando de ambos.

A la mañana siguiente, por primera vez en muchos días, el Rey despertó.

-¡Comida! -gritó- ¡Quiero comer! Tengo mucha hambre.

-¡Buenos días, Majestad! -saludó Galahad con una sonrisa, mientras hacía sonar la campanilla para llamar a la servidumbre.

-Mi querido amigo, -dijo el Rey- siento tanta hambre como si no hubiera comido en semanas.

-No comiste en semanas -le confirmó Galahad.

En eso, a los pies de la cama apareció la imagen de la bruja mirándolo con una mueca que seguramente reemplazaba en ese rostro a la sonrisa. Arturo creyó que era una alucinación. Cerró los ojos y se los refregó hasta comprobar que, en efecto, la bruja estaba allí, en su propio cuarto.

-Te he dicho cientos de veces que no quería verte cerca del palacio. ¡Fuera de aquí! -ordenó el Rey.

-Perdón, Majestad, -dijo Galahad- debes saber que si la echas me estas echando también a mí. Es tu privilegio echarnos a ambos, pero si se va ella me voy yo.
-¿Te has vuelto loco? -preguntó Arturo- ¿A dónde irás tú con este monstruo infame?

-Cuidado, Alteza, estás hablando de mi futura esposa.

-¿Qué? ¿Tu futura esposa? Yo he querido presentarte a las jóvenes casaderas de las mejores familias del reino, a las princesas más codiciadas de la región, a las mujeres más hermosas del mundo, y las has rechazado a todas. ¿Cómo vas ahora a casarte con ella?

La bruja se arregló burlonamente el pelo y dijo:

-Es el precio que ha pagado para que yo te cure.

-¡No! -gritó el Rey-. Me opongo. No permitiré esta locura. Prefiero morir.

-Está hecho, majestad -dijo Galahad.

-Te prohíbo que te cases con ella -ordenó Arturo.

-Majestad, -contestó Galahad- existe solo una cosa en el mundo más importante que una orden tuya, y es mi palabra. Yo hice un juramento y me propongo cumplirlo. Si tú te murieses mañana, habría dos eventos en un mismo día.

El rey comprendió que no podía hacer nada para proteger a su amigo de su juramento.

-Nunca podré pagar tu sacrificio por mí, Galahad, eres más noble aún de lo que siempre supe. -El rey se acercó a Galahad y lo abrazó- Dime al menos lo que puedo hacer por tí.

A la mañana siguiente, a petición del caballero, en la capilla del palacio, el sacerdote casó a la pareja con la única presencia de su majestad el Rey. Al final de la ceremonia, Arturo entregó a Sir Galahad su bendición y un pergamino en el que cedía a la pareja los terrenos del otro lado del río y la cabaña en lo alto del monte.

Cuando salieron de la capilla, la plaza central estaba inusualmente desierta; nadie quería festejar ni asistir a esa boda; los corrillos del pueblo hablaban de brujería, de hechizos trasladados, de locura y de posesión…

Galahad condujo el carruaje por los ahora desiertos caminos en dirección al río y de allí por el camino alto hacia el monte.

Al llegar, bajó presuroso y tomando a su esposa amorosamente por la cintura la ayudó a bajar del carro. Le dijo que guardaría los caballos y la invitó a pasar a su nueva casa. El Caballero se demoró un poco más porque prefirió contemplar la puesta del sol, hasta que la línea roja terminó de desaparecer en el horizonte. Entonces Sir Galahad tomo aire y entró.

El fuego del hogar estaba encendido y, frente a él, una figura desconocida estaba de pie, de espaldas a la puerta. Era la silueta de una mujer envuelta en gasas blancas semitransparentes que dejaban adivinar las curvas de un cuerpo cuidado y atractivo. Galahad miró a su alrededor buscando a la bruja que había entrado unos minutos antes, pero no la vio.

-¿Dónde está mi esposa? -preguntó.

La mujer giró y Galahad sintió su corazón casi salírsele del pecho. Era la más hermosa mujer que había visto jamás. Esbelta, de tez blanca, ojos claros, largos cabellos rubios y un rostro sensual y tierno a la vez. El caballero pensó que se habría enamorado de aquella mujer en otras circunstancias.

-¿Dónde está mi esposa? -repitió, ahora un poco más enérgico. La mujer se acercó un poco y en un susurro le dijo:

-Tu esposa, querido Galahad, soy yo.
-No me engañas, yo sé con quién me casé -dijo Galahad- y no se parece a ti en lo más mínimo.
-Has sido tan amable conmigo, querido Galahad; has sido tan cuidadoso y gentil aún cuando sentías que aborrecías mi aspecto... Me has defendido y respetado tanto como nadie lo hizo nunca, que te creo merecedor de esta sorpresa. La mitad del tiempo que estemos juntos tendré este aspecto que ves, y la otra mitad del tiempo, el aspecto con el que me conociste…

La mujer hizo una pausa y cruzó su mirada con la de Sir Galahad.

-Y como eres mi esposo, mi amado y maravilloso esposo, es tu privilegio tomar esta decisión: ¿Qué prefieres, esposo mío? ¿Quieres que sea ésta de día y la otra de noche, o la otra de día y ésta de noche?

Dentro del caballero el tiempo se detuvo. Este regalo del cielo era más de lo que nunca había soñado. Él se había resignado a su destino por amor a su amigo Arturo y allí estaba pudiendo elegir su futura vida. ¿Debía pedirle a su esposa que fuera la hermosa de día, para pasearse ufanamente por el pueblo siendo la envidia de todos, y padecer en silencio y soledad la angustia de sus noches con la bruja? ¿O más bien debía tolerar las burlas y desprecio de todos los que lo verían del brazo con la bruja, y consolarse sabiendo que, cuando anocheciera, tendría él solo el placer celestial de la compañía de esta hermosa mujer, de la cual ya se había enamorado? Sir Galahad, el noble Sir Galahad, pensó y pensó y pensó.., hasta que levantó la cabeza y habló:

-Ya que eres mi esposa, mi amada y elegida esposa, te pido que seas.., la que tú quieras ser en cada momento de cada día de nuestra vida juntos.

Cuenta la leyenda que cuando ella escuchó esto y se dio cuenta de que podía elegir por sí misma ser quien ella quisiera, decidió ser todo el tiempo la más hermosa de las mujeres.

Y cuentan que desde entonces, cada vez que nos encontramos con alguien que, con el corazón entre las manos, nos autoriza a ser quienes somos, invariablemente nos transformamos. Abandonamos para siempre las horribles brujas y los malditos ogros que anidan en nuestra sombra para que, al desaparecer, dejen lugar a los más bellos, amorosos y fascinantes caballeros y princesas que yacen, a veces dormidos, dentro de nosotros. Hermosos seres que al principio aparecen para ofrecerlos a la persona amada, pero que terminan infaliblemente adueñándose de nuestra vida y habitándonos permanentemente.

Este es el aprendizaje cosechado a lo largo del camino, del encuentro y de la entrega:

El verdadero amor no es otra cosa que el deseo inevitable de ayudar a otro para que sea quien es. Mucho más allá de que esa autenticidad sea o no de mi conveniencia. Mucho más allá de que, siendo quien eres, me elijas o no a mí para continuar juntos el camino.