FAES
Nota editorial.
Los profundos cambios que se han producido en el escenario político español en los últimos años tienen causas de largo plazo que han sido estudiadas reiteradamente en estos Cuadernos desde hace muchos años. El declive del bipartidismo español que no es el único se inició electoralmente en 2011, pero sociológicamente se había iniciado años antes. Hemos aludido en varias ocasiones a este gráfico del CIS, que hoy parece más relevante que nunca.
GRÁFICO 1.
Indicadores del sistema Gobierno/Oposición. Series originales
Hace mucho tiempo que los españoles vienen advirtiendo de su distanciamiento con los partidos a los que han prestado su confianza durante años, pero, sorprendentemente, no ha habido una reacción adecuada. Esos avisos no estaban solo en las encuestas o en los medios, sino que se confirmaron en las urnas elección tras elección. El final del bipartidismo ha adoptado forma de autodestrucción: PP y PSOE se han despeñado juntos, abrazados el uno al otro en una larga caída iniciada apenas unos meses después de la elección de José Luis Rodríguez Zapatero y continuada después. No es fácil comprender la contumacia con la que han perseverado en su camino descendente, incluso la displicencia con la que lo han hecho. No se comprende tampoco qué tipo de relación duradera y constructiva han pretendido establecer con sus votantes.
España no vive, pues, las consecuencias de una reacción electoral espasmódica derivada de la novedad de las redes sociales, o de una moda pasajera asociada a la irrupción de caras nuevas y jóvenes. Todo eso ha sido simplemente la consecuencia, el medio y la oportunidad para que se materializara en forma de voto una desconexión que ya se había producido.
Por tanto, el análisis correcto del nuevo momento político español no puede realizarse solo desde la óptica de quienes protagonizan las buenas noticias, desde su "cámara subjetiva", por interesante que esa perspectiva pueda resultar hoy. Ese análisis nos obliga a adoptar una mirada capaz de abarcar al conjunto del sistema, al conjunto de los territorios y al conjunto de los problemas de fondo que España tiene planteados como inmediatos y capitales.
Y desde esta segunda perspectiva el fenómeno de "los emergentes" se convierte en el fenómeno de la "fractura"; el fenómeno de la nueva política se convierte en el riesgo de "la volatilidad", del personalismo y de la sentimentalización; el fenómeno de la obsolescencia del bipartidismo se transforma en "el hundimiento de los pilares" que han sostenido el sistema durante cuarenta años, de los canales de participación, del lenguaje político reconocible para la mayoría, de la institucionalidad a la que los propios partidos dan sentido y vitalidad. El nuevo escenario, que es reactivo por demérito de los dos grandes partidos afectados, en este momento, y por algún tiempo, trae para España muchos más desafíos que certezas. Porque solo con los dos grandes no hay salida para España, pero tampoco la habrá sin ellos, sea cual sea su evolución inmediata.
Por eso, y dada la evidencia de la fractura de los espacios electorales, el momento reclama con urgencia actitudes y propuestas capaces de operar con carácter contracíclico. Alimentar procesos de radicalización, de atomización, de desintermediación, o de sustitución insuficientemente meditada de elementos propios de la cultura política española en los que los electores se reconocen, no parece la mejor agenda para un tiempo de cambio acelerado como el que vivimos.
Y, lo que es más importante, tampoco es a ese tipo de iniciativas a lo que responden los cambios que se han producido. Si contemplamos el colapso del bipartidismo con rigor, veremos fácilmente que lo que se encuentra en su origen no es tanto su incapacidad para adaptarse a los cambios sociales cuanto la ruptura injustificada de los anclajes que le permitían mantener el vínculo con los electores. Es decir,
ni el PSOE ni el PP han perdido los votos que han perdido por "ser" el PSOE y el PP, sino, más bien, por dejar de serlo sin dar explicación alguna de ello. Su problema no ha sido no saber adaptarse a los cambios, sino sobrerreaccionar ante ellos para adentrarse a marchas forzadas en una senda de supuesta modernidad impostada, ajena por completo a la mayoría social, y dejar a la intemperie a una parte muy significativa de su electorado, por un lado y por otro, especialmente durante la crisis.
De hecho, más allá de las apariencias y de los tópicos, no han sido ni la "juventud", ni la "frescura", ni la "novedad", lo que ha permitido a los partidos emergentes hacerse rápidamente un hueco en los parlamentos, sino más bien
la recuperación sin ambages de algunas de las señas de identidad que los dos grandes partidos habían abandonado. Fue un lenguaje "clásico" de izquierda lo que impulsó a Podemos frente a la neolengua zapaterista, pero el contagio con el lenguaje nacionalista lo ha hundido en Cataluña; y han sido un lenguaje y una agenda clásicos del centro derecha español lo que ha permitido a Ciudadanos conectar masivamente con un electorado que en absoluto se dio por aludido ante la propuesta de una zigzagueante agenda "chic" que hoy ha pasado a un prudente segundo plano.
Probablemente, la enseñanza más notable de las novedades políticas españolas de los últimos años es que el éxito se obtiene donde siempre se obtenía, y que las cosas, en lo fundamental, no han cambiado tanto.
En una perspectiva comparada, este mismo fenómeno parece estar alimentando los cambios en toda Europa: el problema de la política es haberse dejado arrastrar por una superficialidad que los electores no comparten, probablemente porque los partidos han confundido al elector real con los "colectivos" políticamente activos con los que habitualmente se comunican, que han marcado sus agendas a favor de intereses mucho menos generales de lo que se suponía. Ese desenfoque, que impide producir políticas de alcance general y que conduce a la fractura social, es lo que se debe corregir si se quiere restaurar una gobernanza razonable sobre las cosas esenciales, e ir reconstruyendo mayorías integradoras y consensos regeneradores.