Nosotros somos
nuestra patria
Por Pedro J. Ramírez
Vuelvo al Ateneo ya como socio de la “docta casa”. Si Azaña habló en su famoso discurso de 1930 de las tres generaciones del Ateneo refiriéndose a la de los Alcalá Galiano y Martínez de la Rosa, a la de los Castelar y Juan Valera y a la suya propia, con Ortega y Unamuno entre sus puntales, pronto podemos identificar a otras tres generaciones y yo me sentiré muy honrado de haberme incorporado a la sexta.
Conste mi agradecimiento a estos tres grandes columnistas que me han acompañado hoy. Por lo que han dicho aquí pero sobre todo por lo que han dejado escrito a lo largo de los años. Gistau, Jabois y Ussía encarnan la mejor tradición del periodismo literario español: la de la excelencia en la escritura. En sus textos reverbera la prosa de Azorín y de Ruano, de Bonafoux y Fernández Flórez, de Camba y de Umbral… He tenido la suerte de haber contado en ‘El Mundo’ con Gistau y Jabois -dos centauros del desierto con cabeza de literato, cascos de reportero y corazón indomable- y la desdicha de no haberlo conseguido con Ussía, pero a cambio me ha elegido para presentar su nueva entrega de la saga de Sotoancho. El lunes habrá pues partido de vuelta en el Palace.
Umbral prologó el primer volumen de mi antología de Cartas del Director publicado en 2005 cuando se cumplieron 25 desde mi nombramiento al frente de Diario 16. Este segundo volumen recoge textos publicados durante nueve años más hasta mi destitución como director de El Mundo en enero de este año. La selección atañe pues a los años de Zapatero y Rajoy en la Moncloa aunque no los abarque por completo.
Si se titula ‘Contra Unos y Otros’ no es tan sólo porque mi obra refleje la función adversativa consustancial al periodismo; no es tan sólo porque yo siempre me haya sentido, al modo de Montaigne, “gibelino entre los güelfos y güelfo entre los gibelinos”; no es tan sólo porque el perro guardián tenga que ejercer su labor de vigilancia, gobierne quien gobierne.
No, si se titula ‘Contra Unos y Otros’ es porque durante este concreto periodo de tiempo, como le escribía Larra a su director Andrés Borrego el año anterior a su suicidio, “constantemente he formado en las filas de la oposición. No habiendo un solo ministerio que haya acertado con nuestro remedio, me he creído obligado a decírselo así claramente a todos”.
Es cierto que si nos atenemos a la reacción personal de Zapatero y Rajoy frente a esas críticas, me ha tocado vivir una gran paradoja.
Un líder de izquierdas, al que no respaldé casi nunca y al que critiqué con gran dureza casi siempre, dio un ejemplo de tolerancia y ‘fair play’, aceptando las reconvenciones más severas como parte de la normalidad democrática, manteniendo conmigo una buena relación personal, rayana a veces en la intimidad, a sabiendas de que siempre me tendría enfrente en asuntos clave.
En cambio un líder de centro-derecha, para el que pedí tres veces el voto y al que acogí con claras muestras de apoyo, rompió todos los puentes, que él mismo había tendido con interesado ahínco durante su larga travesía del desierto, en cuanto llegó al poder y recibió mis primeras críticas; y se lanzó ferozmente a mi yugular, en cuanto vio comprometida su supervivencia política por sus SMS de apoyo a Bárcenas, publicados en la portada del periódico. De hecho fue él y no yo quien quedó retratado para siempre cuando me coceó en aquel bochornoso pleno del 1 de agosto de 2013.
Pero que mi relación personal con Zapatero fuera excelente y con Rajoy haya devenido de mal en peor, hasta simas sólo habitadas hasta ahora por el señor X, no es algo que concierna demasiado a los ciudadanos, ni siquiera a mis lectores, pues este volumen es la prueba de que a la hora de escribir lo que cuentan son los hechos de quien gobierna y no si intenta matarte a besos o a base de puñaladas traperas.
Durante esta última década de la vida de España he estado Contra Unos y Otros -he sido muy crítico con los gobiernos del PSOE y con los del PP-, porque ni unos ni otros han mejorado ni la calidad de nuestra democracia ni los fundamentos de nuestra economía. Por el contrario han sido años, siguen siéndolo, de decadencia y retroceso.
No digo que todo lo hayan hecho mal. Zapatero amplió los derechos de las minorías y Rajoy hizo una razonable reforma laboral. Pero en conjunto han creado más problemas de los que han resuelto y han provocado que las esperanzas e ilusiones de una sociedad que comenzó vigorosamente el siglo XXI se hayan trocado en decepciones y frustraciones.
Nunca he disparado al bulto. Todas mis críticas han tenido fundamento y han sido expuestas razonadamente.
He estado ‘Contra Unos y Otros’ porque ni los unos ni los otros han sido capaces de impulsar la economía, crear empleo digno de tal nombre y ofrecer oportunidades en España a la gran mayoría de los jóvenes.
He estado ‘Contra Unos y Otros’ porque ni los unos ni los otros han reformado la administración, renunciado a ningún privilegio y recortado el gasto público lo suficiente como para permitir respirar y desarrollarse a las pequeñas y medianas empresas, a los autónomos, al sector privado, a los profesionales, a las clases medias en suma.
He estado ‘Contra Unos y Otros’ porque unos y otros han preferido hacer el ajuste crujiendo a impuestos a los españoles de hoy e hipotecando el futuro de los españoles de mañana con sus déficits desmesurados, con su vertiginoso y temerario endeudamiento público.
He estado ‘Contra Unos y Otros’ porque unos y otros se han plegado a los intereses de ese autonombrado Gobierno en la sombra que bajo la denominación de Consejo de la Competitividad ha sustituido a los oscuros poderes fácticos del pasado y ejerce como inquietante grupo de presión para decidir el futuro de la política, de la economía y de los medios de comunicación.
He estado ‘Contra Unos y Otros’ porque ni los unos ni los otros han tratado con la dignidad que merecían a las víctimas del terrorismo etarra, asumiendo sin pestañear e incluso fomentando la excarcelación de los más infames asesinos y la legalización de la rama política de la propia banda terrorista sin que mediara antes ni su disolución, ni la entrega de las armas, ni el arrepentimiento, ni la petición de perdón, ni nada de nada.
He estado ‘Contra Unos y Otros’ porque ni los unos ni los otros, han movido un dedo, se han molestado un ápice, han puesto absolutamente nada de su parte para impulsar el esclarecimiento de todas las lagunas, incógnitas, errores fácticos y falsedades moleculares que contiene la sentencia del 11-M, la mayor masacre terrorista cometida nunca en España, el acontecimiento que interrumpió nuestro auge y extravió nuestro rumbo.
He estado ‘Contra Unos y Otros’ porque unos y otros han incubado, fomentado y protegido la corrupción en su seno, permitiendo por un lado que decenas y decenas, centenares y centenares de políticos en ejercicio se convirtieran en bandoleros y beneficiándose simultáneamente de mecanismos de financiación ilegal que han adulterado una y otra vez el juego democrático. Albarda sobre albarda, oprobio sobre oprobio. Cuantos se beneficiaron en las urnas de ese latrocinio organizado y esas trampas sistematizadas no deberían tener la desvergüenza de volver a comparecer ante ellas.
He estado ‘Contra Unos y Otros’ porque unos y otros han destruido la independencia del Poder Judicial, interviniendo en los nombramientos o sanciones de los jueces a través de sus comisarios políticos en el CGPJ, destruyendo el principio del juez natural, blindándose desde su condición de aforados frente a las investigaciones por corrupción, manipulando incluso las comisiones de servicio de los jueces para quitarse de encima un instructor incómodo.
He estado ‘Contra Unos y Otros’ porque ni los unos ni los otros han sido capaces de responder con la inteligencia y contundencia política necesaria al desafío separatista, impulsado desde una institución del Estado como la Generalitat de Cataluña. Una institución del Estado que ha puesto medios y recursos públicos al servicio de la destrucción de España ante la apatía, abulia e incluso complicidad del poder central.
Y sobre todo, y en consecuencia, he estado ‘Contra Unos y Otros’ porque ni los unos ni los otros han sido capaces de ofrecer a los españoles ese “sugestivo proyecto de vida en común” que demandaba Ortega y que hoy necesitamos perentoriamente como cauce y estímulo de nuestro “patriotismo constitucional”.
Vivimos tiempos excepcionales. Todos estos ingredientes conforman una situación crítica para la Nación que deberá canalizarse a través del proceso democrático. En 2015 habrá elecciones municipales y autonómicas, tal vez elecciones catalanas anticipadas y finalmente elecciones generales.
De cara a este año decisivo conviene no confundir los síntomas con la esencia del problema. El auge del otrora larvado separatismo catalán es un síntoma, pero el problema es España. La irrupción de una fuerza política como Podemos que está poniendo en jaque aspectos clave de nuestro modelo de sociedad es un síntoma, pero el problema es España. El problema vuelve a ser España o más concretamente la falta de una política capaz de proporcionar estabilidad y prosperidad a la Nación, capaz de aglutinar y movilizar a los españoles entorno a los valores democráticos, capaz de asentarlos en su “morada vital” que diría Américo Castro, capaz de rentabilizar su “herencia temperamental” que replicaría Sánchez Albornoz.
Fue todo un símbolo, todo un mensaje del destino que Adolfo Suárez, el único líder de la transición que devolvió gran parte del poder acumulado por el Estado durante la dictadura a la sociedad, falleciera el mismo 23 de marzo en que se cumplía el centenario del famoso discurso de Ortega en el teatro de la Comedia: “Vieja y nueva política”.
Hoy como hace cien años España necesita una nueva política que ponga fin a la vieja política que ha noqueado económica y vitalmente a tantos ciudadanos y ha colocado a la propia Nación contra las cuerdas. Y eso plantea tres preguntas candentes: ¿qué hacer?, ¿cómo hacerlo? y ¿para qué hacerlo?
Respecto al qué en mi opinión estamos ante una cuestión transideológica, ante un desafío previo al debate entre izquierdas y derechas, pues se trata de cambiar las reglas del juego para que los ciudadanos, tanto si se sienten socialistas como liberales, recuperen el control sobre sus destinos. Se trata de volver a dotar de contenido a los derechos de participación política que desde el inicio de la Transición han venido siendo usurpados de manera paulatina por las cúpulas de los partidos. Ésa es la devolución que necesitamos y reclamamos a la partitocracia, a la cupulocracia, desde este Ateneo, a ras de calle.
Hay que hablar con toda claridad. Es muy difícil, casi imposible, que la nueva política pueda brotar de las madrigueras en las que siguen atrincheradas las comadrejas de la vieja política. El milagro del arrepentimiento y la redención por las buenas obras siempre es posible. Pero será eso: un milagro, una excepción. La nueva política precisa de nuevos políticos y si fuera necesario de nuevos partidos.
En todo caso éste es el rasero por el debemos medir a quienes concurran a las elecciones: el que esté dispuesto a cambiar la ley electoral, a imponer la democracia interna en los partidos, a devolver la independencia al poder judicial, a renunciar a aforamientos y demás privilegios, a predicar con el ejemplo dando un paso atrás ante la menor sospecha de connivencia con la corrupción, a incluir mecanismos de participación ciudadana en el proceso legislativo, ése representará a la nueva política.
El que con los más diversos pretextos eluda pronunciarse rotundamente ante estas cuestiones decisivas, ese representará a la vieja política.
Insisto en que se trata de una cuestión preliminar al debate ideológico. Quienes nos sentimos liberales podemos entendernos con quienes llevan el intervencionismo en la sangre sobre estas reglas del juego. Si González y Suárez, si hasta Fraga y Carrillo pudieron ponerse de acuerdo hace casi 40 años sobre las reglas del juego, no veo ninguna razón para que Albert Rivera no pueda entenderse con Pablo Iglesias, Santi Abascal con Alberto Garzón o un nuevo dirigente que ponga patas arriba la vieja casa del PP con Pedro Sánchez. Eso es lo que pedimos y exigimos a la nueva política: una devolución de poder a los ciudadanos que autentifique y vivifique el proceso democrático.
La segunda gran cuestión es cómo hacerlo y yo, admirador de Tocqueville, historiador de naufragios y desventuras, sigo pensando que el camino de las reformas es mucho más fiable y garantiza mejor los derechos y libertades de las personas que el de las revoluciones. La cuestión es cuál debe ser el calado legislativo de esas reformas y aquí surge el debate sobre la reforma constitucional. ¿Qué hacer con nuestra Carta Magna una vez que la experiencia ha puesto de relieve tanto los enormes aciertos de sus redactores como algunas de sus muy graves equivocaciones?
No hay que tenerle ningún miedo a ese debate. Puesto que todos los principales partidos, menos uno que parece estar en caída libre, proponen cambios en la Constitución es conveniente que las próximas elecciones generales sirvan de cauce a esa discusión y que la próxima legislatura tenga un cariz constituyente o para ser más exactos reconstituyente, en el sentido de que sirva para insuflar un nuevo vigor a un organismo que pese a todos sus achaques sigue estando vivo. Reformar la Constitución, o si se quiere enmendarla, no significa destruirla sino perfeccionarla.
Al final todo dependerá de la correlación de fuerzas que surja de las urnas y del nivel de consenso que se alcance entre ellas. Lo ideal sería que hubiera más de los preceptivos dos tercios del Congreso que respaldaran cambios constitucionales encaminados a mejorar la calidad de nuestra democracia. Pero ese objetivo también puede conseguirse mediante leyes orgánicas e incluso a través de normas de menor rango. Lo mejor no tiene por qué ser enemigo de lo bueno.
El en otras cosas tan superado y arcaico pero siempre brillante Juan Donoso Cortés tenía razón en 1836 al azotar aquí en el Ateneo tanto a los “escépticos” que consideran que “las reformas son inútiles y lo mejor es ni intentarlas” como a los “puritanos que se proponen curar las llagas de las sociedades moribundas con la virtud de una fórmula, a la manera de los mágicos de las pasadas edades que libraban de los espíritus maléficos a un alma poseída, con la virtud de un conjuro”.
Las reformas políticas, incluida la reforma constitucional, no pueden ser concebidas como un atolondrado fin en sí mismo sino como un instrumento al servicio de unos fines. Por eso la tercera pregunta es la decisiva: ¿Reforma constitucional para qué?
Si alguien me dice que quiere reformar la Constitución –tal y como propuso en 2006 el Consejo de Estado- para blindar las competencias del Estado, cerrar el mapa autonómico y garantizar la lealtad institucional de todos los poderes que emanan de ella, yo estoy a favor de la reforma constitucional.
Si alguien me dice que quiere reformar la Constitución para facilitar el cambio del sistema electoral, para condicionar la financiación pública de los partidos a la elección de sus candidatos por sus afiliados o para blindar al poder judicial frente a las intromisiones de los políticos, o no digamos para garantizar la separación entre el ejecutivo y el legislativo mediante un sistema presidencialista como el norteamericano o el francés, yo no sólo estoy a favor de la reforma constitucional sino que me ofrezco a levantar el pendón de ese banderín de enganche.
Ahora bien si alguien me dice que quiere reformar la Constitución para fragmentar la soberanía nacional y convertir a las comunidades autónomas en imaginarios estados soberanos que acceden a federarse adquiriendo la capacidad de disponer unilateralmente sobre su relación con el Estado para repetir, entre tanto, corregidos y aumentados los disparates de las cajas de ahorros, las televisiones públicas y las embajadas en el extranjero, entonces yo estoy en contra de esa reforma constitucional.
Y no digamos nada si alguien me dice que quiere reformar la Constitución, no ya para reconocer y regular hechos diferenciales como la lengua propia o la insularidad, sino para dotar de mayores derechos políticos a algunos de esos estados federados en función de su capacidad de coacción separatista, sumando al dislate de la fragmentación el de la desigualdad, alegando que de lo que se trata es de “facilitar el encaje” –ésta es la expresión bobalicona de moda- de una parte de España en el resto, como si el Estado fuera el mecano de un aprendiz de brujo… Si es para eso, yo no quiero que se reforme la Constitución. Si es para eso que la Virgencita y las Cortes Generales nos dejen como estamos.
Yo no quiero una reforma constitucional que acomode y de más poder a los territorios, es decir a las corruptas y caciquiles élites políticas que los gobiernan; yo quiero una reforma constitucional que acomode y dé más poder a los ciudadanos.
Hoy por hoy estamos lejos de la acumulación de fuerzas necesaria para alcanzar ese objetivo. La concentración del poder político, económico y mediático ha asfixiado la disidencia en los partidos, ha narcotizado al perro guardián del periodismo y ha entontecido con la esquemática superficialidad del duopolio televisivo a gran parte de la sociedad.
Por eso reitero que es la hora de los Ateneos como foros de debate y de participación cívica. En lugares como éste debe volver a escribirse, como dijera en su día Ruiz Salvador, el “borrador de la Historia de España”.
Y si es la hora de los Ateneos también es la hora de la prensa independiente. “Es imposible que un pueblo que sabe llegue a ser tiranizado”, aseguró en esta misma tribuna el gran líder progresista Joaquín María López.
Los problemas que nos ha creado la tecnología nos los está resolviendo la tecnología. Los gobiernos y sus aliados económicos son capaces de controlar a los medios tradicionales –bautizados por los anglosajones como ‘legacy media’, la herencia del pasado- abusando del derrumbe de su modelo de negocio. Pero asisten impotentes al desarrollo del nuevo ágora electrónico, al que cada vez concurren más y mejores proyectos editoriales.
No anticipemos acontecimientos. 2015 será el año más importante de mi carrera periodística. Nunca pensé verme de nuevo en esta tesitura, pero si los dados han rodado así, si éstas son las cartas que me ha deparado la fortuna, ahí estaré desde el 1 de enero, asumiendo por tercera vez el envite, revitalizado por el contacto con mis cada vez más jóvenes compañeros.
Una cosa tengo clara y es que en defensa del derecho a la información de los ciudadanos seguiremos estando contra unos y otros, contra éstos, aquéllos y, por supuesto también contra los de más allá. Todos sabemos que hay quienes se erigen en portaestandartes de la derecha y portaestandartes de la izquierda, quienes se presentan como portavoces de los catalanes y quienes se presentan como portavoces de los andaluces, quienes se erigen en heraldos de la Revolución y quienes explotan el miedo al cambio de los más inmovilistas. ¿Pero quién defiende transversal y desinteresadamente al conjunto de los españoles como votantes, como administrados, como consumidores… como ciudadanos dotados de derechos políticos, económicos y sociales?
Ése es el papel de la prensa plural e independiente. Esa nuestra tarea, nuestra obligación, nuestro desafío. Recordar todos los días a los españoles, mirándoles a la cara desde el ordenador, la tableta o el teléfono móvil, que como bien dijo el presidente de esta casa, y si empecé con Manuel Azaña acabo con Manuel Azaña, “nosotros somos nuestra patria”. Nosotros de uno en uno, pero todos juntos y con conocimiento de causa.
Ésa es la España europea y universal en la que creo -sí: europea y universal-, la patria de la inteligencia de la que me siento partícipe, el proyecto común que anhelo contribuir a regenerar… desde la incertidumbre de la libertad.
Muchas gracias a todos. Después de las doce campanadas tendréis noticias mías.
(Texto de la intervención en el Ateneo de Madrid con motivo de la presentación del libro Contra Unos y Otros. Los años de Zapatero y Rajoy, 2006–2014)
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