lunes, 12 de febrero de 2018
El beneficio de la duda
El Gobierno le ha visto las orejas al lobo. De otro modo no se entiende que después de dos años criando telarañas, el horno del consejo de ministros haya entrado en ebullición para despachar iniciativas legislativas condenadas a la melancolía. De la constatación de este doble hecho -orejas al lobo y melancolía- se deducen un par de cosas interesantes.
La primera, que los corrimientos de placas tectónicas en la intención de voto que detectan las encuestas ha dejado de ser considerado en Moncloa como un temblor sin importancia. Ya suena en el campanario la alarma de un gran terremoto. La segunda, que a los ingenieros oficiales no se les ha ocurrido otra coas, para fortalecer los cimientos del poder, que sacarse de la manga un simple catálogo de buenas intenciones.
Ambas conclusiones refuerzan mi convicción de que el Gobierno, una vez más, reacciona demasiado tarde. Las encuestas marcan tendencias y cuando alguna de ellas se vuelve obstinadamente tozuda quiere decir que el cambio de apuesta del electorado se ha convertido ya en un hecho consumado. A un votante dubitativo se le puede retener si se le garantiza a tiempo que la causa de su flaqueza de ánimo ha sido debidamente subsanada. Pero si supera la fase de la duda y toma la firme decisión de apostar por otro partido, quitarle esa idea de la cabeza es un trabajo digno de Hércules.
Lo que las últimas encuestas nos están diciendo, precisamente, es que muchos electores moderados -sobre todo antiguos votantes del PP, pero también del PSOE y de Podemos- ya han decidido darle una oportunidad al único partido centrista que mantiene intacta la capacidad de trasmitir la esperanza de una España mejor.
Se podrá decir, con razón, que esa capacidad para ilusionar no procede de ningún hecho probado. Ciudadanos no ha hecho aún nada que acredite su solvencia. Es verdad. Pero en esa debilidad radica su fortaleza. Tampoco ha hecho nada que le convierta en corresponsable de la situación a la que nos ha conducido la alternancia bipartidista de PP y PSOE. Merece, por lo tanto, el beneficio de la duda.
Ese ha sido siempre el motor del cambio. Los socialistas se beneficiaron de ella cuando UCD se convirtió en una jaula de grillos y los populares hicieron lo propio cuando a Felipe González se le fugaba a Laos el director general de la guardia civil con el dinero de los fondos reservados o le metían en la cárcel al Gobernador del Banco de España. Los dos partidos fueron apuestas ganadoras mientras tuvieron la oportunidad de trasladar esperanza, aunque aún no hubieran hecho gran cosa para merecer esa capacidad.
Luego, en pleno apogeo bipartidista, el tuerto ganaba al ciego hasta que el ciego mejoraba un poco y era el tuerto quien se quedaba a oscuras. Y a los pocos años, vuelta a empezar. La novedad es que ahora aparece en el escenario un actor que tiene los dos ojos sanos. No porque sea de mejor raza que sus antecesores, desde luego, sino porque aún no ha tenido la oportunidad de sufrir las heridas que favorece la fragilidad de la naturaleza humana cuando se está en el ejercicio del poder. En política no rige el principio de que más vale malo conocido que bueno por conocer. Rige exactamente el principio contrario. Siempre ha sido así.
Eso no significa, claro está, que los partidos en retroceso deban quedarse de brazos cruzados mientras el nuevo les come la tostada. Lo lógico es que los cabeza de huevo de las formaciones perjudicadas traten de revertir el proceso. En eso están. Lo han intentado con memeces como la de llamarle ce-ese y chorradas equivalentes, pero en vista de que eso no sirve para nada útil, los monclovitas han decidido poner en marcha una nueva estrategia que consiste en proponer leyes melancólicas. Es decir, condenadas a la derrota parlamentaria por falta de apoyos suficientes.
Se entiende que la finalidad de la iniciativa lo que persigue es promover algunos debates, como el de la prisión permanente revisable, que descaren la tibieza de Rivera en cuestiones capitales para el electorado que se está marchando del PP. Si yo fuera Rajoy, sin embargo, analizaría bien la relación coste-beneficio de esa estrategia tan peculiar que si sirve para algo es para dejar claro lo que el Gobierno pudo hacer y no hizo cuando tenía mayoría absoluta y para recordar la debilidad de la que está investido.
Conducir las demandas prioritarias del propio electorado hacia derrotas seguras no es la mejor manera de recuperar simpatizantes. A nadie le gusta escoltar a los perdedores. Si hay algo peor que no hacer nada es hacerlo tarde y mal.
Luis Herrero.
domingo, 11 de febrero de 2018
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