Recuerdos y Reflexiones
Pues eso es precisamente lo que ahora tengo en donde vivo. Atrás quedaron esas casas en donde tenía que saludar y saludar cada vez que entraba y salía. Ya no tengo que enterarme de la vida de nadie porque una vecina me la deje caer diciendo que se lo ha dicho el portero. Ni tampoco tengo a nadie que se encargue de bajar la basura todas las noches. Así que lo cortés, por lo valiente.
Siempre he vivido en casas en donde había portero, que además vivía allí, en la portería. Desde pequeño he oido eso de "son cosas de portera", dicho de forma peyorativa, referido a cualquier rumor o cotilleo. En realidad, excepto en casa de mis padres en Madrid, la portera era alguien que se supone vivía en casa del portero, pero que no ejercía. En casa de mis padres, Felipa era un símbolo. Taciturna y de luto, con moño, delantal y escoba en ristre, hacía las veces de escudera de su marido, Dositeo, figura emblemática de mi adolescencia.
Dositeo era un portero de los de ley, con su uniforme azul marino y botones dorados, además de uno gris para los momentos de faena. Recio y brusco, soltaba unos tacos del diez, por lo que los chiquillos se empeñaban -nos empeñábamos- en hacerle perrerías tan sólo por oírle bramar mientras huían espantados y divertidos. Luego se sonreía cuando creía no ser visto. Una figura entrañable.
A medida que crecíamos su complicidad semejaba la de ese abuelo que quiere tapar tus desparrames de nuevas experiencias adolescentes, y luego al pasar el tiempo se alegra de tus progresos de juventud. Lo vi envejecer y me dolió su deterioro a causa de ese terrible mal que adelanta la muerte, dejando a la persona sin memoria de uno mismo ni consciencia de su vida vivida. Su muerte me dolió, era como de la familia. El portal dejó de pertenecerme cuando él desapareció. Mientras él vivió, aquel portal seguía siendo algo mío a pesar de haber dejado la casa de mis padres hacía una eternidad.
Fue él quien me comunicó la muerte de un amigo -hermano casi- al volante de su recién estrenado coche comprado con el dinero ganado en su vuelta al mundo en el Juan Sebastián Elcano. No pudo disfrutar de sus recién ganados galones y un despiste lo congeló en mi memoria con poco más de veinte años. Es curioso, lo recuerdo como amigo, como igual a igual, no como a un crío de veinte años. Dositeo lloraba como un niño cuando nos dijo que había venido la Guardia Civil...
Esa memorable figura nada tiene que ver con otros porteros que he tenido. Cierto es que no he hablado con ellos más allá de esos buenos días o alguna consulta referente al próximo corte de agua. A excepción de ese saludo obligado en Navidades al tiempo de entregarles su aguinaldo y alguna botella con dulces.
Dositeo no era dado a chismorreos, aunque te enterabas de todo por él. Pero jamás supe que se hiciera eco de crítica o cotilleo alguno. Toda una excepción para confirmar la regla, tal vez.
Ahora tengo uno automático, aunque siguen quedando de los otros, de esos que automáticamente se hacen eco y propagan todo tipo de chismorreos sobre quienes tal vez odian íntimamente. O sobre quienes consideran señoritos, pero que en definitiva no son otra cosa que esos que al fin y al cabo les pagan su sueldo para vivir como señoritos. O sea, los señores de la casa.
Pues eso es precisamente lo que ahora tengo en donde vivo. Atrás quedaron esas casas en donde tenía que saludar y saludar cada vez que entraba y salía. Ya no tengo que enterarme de la vida de nadie porque una vecina me la deje caer diciendo que se lo ha dicho el portero. Ni tampoco tengo a nadie que se encargue de bajar la basura todas las noches. Así que lo cortés, por lo valiente.
Siempre he vivido en casas en donde había portero, que además vivía allí, en la portería. Desde pequeño he oido eso de "son cosas de portera", dicho de forma peyorativa, referido a cualquier rumor o cotilleo. En realidad, excepto en casa de mis padres en Madrid, la portera era alguien que se supone vivía en casa del portero, pero que no ejercía. En casa de mis padres, Felipa era un símbolo. Taciturna y de luto, con moño, delantal y escoba en ristre, hacía las veces de escudera de su marido, Dositeo, figura emblemática de mi adolescencia.
Dositeo era un portero de los de ley, con su uniforme azul marino y botones dorados, además de uno gris para los momentos de faena. Recio y brusco, soltaba unos tacos del diez, por lo que los chiquillos se empeñaban -nos empeñábamos- en hacerle perrerías tan sólo por oírle bramar mientras huían espantados y divertidos. Luego se sonreía cuando creía no ser visto. Una figura entrañable.
A medida que crecíamos su complicidad semejaba la de ese abuelo que quiere tapar tus desparrames de nuevas experiencias adolescentes, y luego al pasar el tiempo se alegra de tus progresos de juventud. Lo vi envejecer y me dolió su deterioro a causa de ese terrible mal que adelanta la muerte, dejando a la persona sin memoria de uno mismo ni consciencia de su vida vivida. Su muerte me dolió, era como de la familia. El portal dejó de pertenecerme cuando él desapareció. Mientras él vivió, aquel portal seguía siendo algo mío a pesar de haber dejado la casa de mis padres hacía una eternidad.
Fue él quien me comunicó la muerte de un amigo -hermano casi- al volante de su recién estrenado coche comprado con el dinero ganado en su vuelta al mundo en el Juan Sebastián Elcano. No pudo disfrutar de sus recién ganados galones y un despiste lo congeló en mi memoria con poco más de veinte años. Es curioso, lo recuerdo como amigo, como igual a igual, no como a un crío de veinte años. Dositeo lloraba como un niño cuando nos dijo que había venido la Guardia Civil...
Esa memorable figura nada tiene que ver con otros porteros que he tenido. Cierto es que no he hablado con ellos más allá de esos buenos días o alguna consulta referente al próximo corte de agua. A excepción de ese saludo obligado en Navidades al tiempo de entregarles su aguinaldo y alguna botella con dulces.
Dositeo no era dado a chismorreos, aunque te enterabas de todo por él. Pero jamás supe que se hiciera eco de crítica o cotilleo alguno. Toda una excepción para confirmar la regla, tal vez.
Ahora tengo uno automático, aunque siguen quedando de los otros, de esos que automáticamente se hacen eco y propagan todo tipo de chismorreos sobre quienes tal vez odian íntimamente. O sobre quienes consideran señoritos, pero que en definitiva no son otra cosa que esos que al fin y al cabo les pagan su sueldo para vivir como señoritos. O sea, los señores de la casa.