No lo puedo remediar, reconozco que las piernas femeninas son mi perdición. Es algo que capta mi atención y hace que mis ojos se peguen a ellas como un imán. Así que me lo notan enseguida. Y es que ni disimulo ni me da la gana disimular. Y si tengo oportunidad, lo digo sin cortarme un pelo. Ello me ha llevado a situaciones de lo más pintorescas. A veces embarazosas, pero las más de las veces simpáticas e incluso sorprendentemente agradables.
A muchas de mis amigas y a casi todas mis amantes las he conocido así; primero a sus piernas. Luego esas piernas me fueron presentando a la mujer a la que pertenecían, y de ese modo las descubrí y aprecié. Claro que también hay piernas que siguen siendo piernas y sólo piernas, y nunca serán más que unas piernas. Y otras, de las que más me hubiese valido salir por piernas antes que haberme acercado.
Hay piernas largas, eternas y delgadas; y las hay pequeñas y torneadas. Y casi siempre llegan hasta el suelo. Todas las mujeres suelen tener dos y son tan malas amigas que difícilmente te dejan una para que juegues a masajista o a catador de jamones. Son unas egoístas y no practican la caridad para con el necesitado.
Pero hay algo curioso, pues si bien vendo mi alma por unos muslos medio mostrados bajo unas faldas, no me sucede lo mismo cuando paseo por la playa y las veo desde su comienzo, que en algunas es justo debajo de la axila. No. Si en ese paseo por las terrazas playeras hay alguna con faldas, sentada mostrando muslos asomados, automáticamente desaparecen de mis ansias todas las que están sin misterio, y mis detectores de complicaciones se centran sólo en ésas que aún ocultan unos centímetros.
El arte de cruzar las piernas con sensualidad es el mejor remedio anti envejecimiento. Convierte a la mujer madura en un monumento mucho más admirable y joven que una veinteañera que no posea esa habilidad. Y si ya las culminan con unos tacones de aguja, desaparece de mi percepción el resto del paisaje, sea éste playa, salón, pub o freiduría andaluza.
Si esos tacones se complementan con unas medias -lisas, eso sí, que no quiero dibujitos que me distraigan de lo importante- entonces mejor que no lleven encima a una vendedora de ruedas para escopetas, porque me termino comprando cuatro. O cinco, depende de las rodillas. Y luego, a ver qué hago con tanta rueda que ni sé para qué sirven ni tampoco tengo escopeta.
Unas piernas femeninas, todo un comienzo o todo un final. Aviso de recibimientos o de bruscas despedidas. Sorbetes de lujurias breves, certezas de fantasías.
Sé que esto no debería decirlo, que se me tachará de mirar sólo la fachada, de fetichista o hasta de salido mental. Pues bien, soy todo ello, y más, delante de unas piernas bien mostradas. Puede que hasta se me tache de viejo verde. Otro acierto; toda mi vida he sido verde, he estudiado para ello, y ahora ya he culminado mi vocación pues también soy viejo. Así que he llegado a la meta. Me siento realizado. Soy un viejo verde, me fascinan las piernas femeninas y ejerzo de admirador de sus dueñas. Y además, aún no me pienso retirar, ¿qué pasa?
A muchas de mis amigas y a casi todas mis amantes las he conocido así; primero a sus piernas. Luego esas piernas me fueron presentando a la mujer a la que pertenecían, y de ese modo las descubrí y aprecié. Claro que también hay piernas que siguen siendo piernas y sólo piernas, y nunca serán más que unas piernas. Y otras, de las que más me hubiese valido salir por piernas antes que haberme acercado.
Hay piernas largas, eternas y delgadas; y las hay pequeñas y torneadas. Y casi siempre llegan hasta el suelo. Todas las mujeres suelen tener dos y son tan malas amigas que difícilmente te dejan una para que juegues a masajista o a catador de jamones. Son unas egoístas y no practican la caridad para con el necesitado.
El arte de cruzar las piernas con sensualidad es el mejor remedio anti envejecimiento. Convierte a la mujer madura en un monumento mucho más admirable y joven que una veinteañera que no posea esa habilidad. Y si ya las culminan con unos tacones de aguja, desaparece de mi percepción el resto del paisaje, sea éste playa, salón, pub o freiduría andaluza.
Si esos tacones se complementan con unas medias -lisas, eso sí, que no quiero dibujitos que me distraigan de lo importante- entonces mejor que no lleven encima a una vendedora de ruedas para escopetas, porque me termino comprando cuatro. O cinco, depende de las rodillas. Y luego, a ver qué hago con tanta rueda que ni sé para qué sirven ni tampoco tengo escopeta.
Unas piernas femeninas, todo un comienzo o todo un final. Aviso de recibimientos o de bruscas despedidas. Sorbetes de lujurias breves, certezas de fantasías.
Sé que esto no debería decirlo, que se me tachará de mirar sólo la fachada, de fetichista o hasta de salido mental. Pues bien, soy todo ello, y más, delante de unas piernas bien mostradas. Puede que hasta se me tache de viejo verde. Otro acierto; toda mi vida he sido verde, he estudiado para ello, y ahora ya he culminado mi vocación pues también soy viejo. Así que he llegado a la meta. Me siento realizado. Soy un viejo verde, me fascinan las piernas femeninas y ejerzo de admirador de sus dueñas. Y además, aún no me pienso retirar, ¿qué pasa?