Ya es hora de que el PP deje de hacer el tonto y se centre en su papel de oposición. De momento no debería fiarse del PSOE en absolutamente nada. Las veces que lo han hecho lo han pagado caro: Pacto Antiterrorista, Estatuto Valenciano, Plan Galicia, financiación autonómica, etc.; por no hablar de su comportamiento el 13-M. Debería plantarse con publicidad y fotógrafos ante cualquier pacto que propongan los socialistas y pedir explicaciones en profundidad de asuntos como el de Afganistán, además de exigir que se reabra la comisión parlamentaria del 11-M.
Debiera presentar, ya mismo, recurso de inconstitucionalidad a la ley de violencia de género y a la que modifica el matrimonio. Independientemente de su impopularidad. Todo es cuestión de repetir machaconamente que perjudica a los colectivos que pretende proteger. Si hay que usar la demagogia, se usa. Si hay que jugar sucio, como en su día lo ha hecho el PSOE, pues se hace.
Si se consigue el hastío de la opinión pública, mejor; porque ello llevará a que todos los partidos dejen de usar ése juego, y éso al PP le beneficiaría.
No valen prendas ante la reapertura del enfrentamiento entre las dos Españas, la reducción de las libertades (como la de prensa) y los repetidos intentos de cargarse la Constitución. Mejor aparcar la caballerosidad y dejar de utilizar alfileres contra sables, que terminar todos a cañonazos.
Porque, digo yo, los que en su día no estuvieron de acuerdo con la Constitución por el asunto de las Autonomías y que sin embargo, no sólo la acataron, sino que son sus más ardientes defensores, también estarían en su derecho de pedir la revisión constitucional en ése aspecto y volver al Estado centralizado. Y ya tendríamos el lío otra vez. El Estado no puede seguir en obras después de veintitantos años.
La Constitución no debería ser cambiada ni en una coma. En todo caso se podrían añadir enmiendas para reformarla cumpliendo con los requisitos y las mayorías exigidas para ello. Ya sé que muchos de los llamados a sí mismos demócratas pondrán el grito en el cielo, pues su concepción de la democracia no contempla la divergencia ni las opiniones distintas a las suyas. Aplican el principio marxista de la descalificación basada en llamar fascista o nazi a todo lo que no les gusta y se acabó. Lo triste es que en España aún funciona.
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