Resulta difícil saber qué significado exacto tiene tal expresión en boca de unos criminales que han demostrado ser especialistas durante años también en pervertir el lenguaje. En todo caso, que los asesinos dejen de matar es en sí misma una buena noticia, que generará esperanza en la sociedad y, en particular, en todos los amenazados. Pero no podemos ocultar que, junto a ese sentimiento positivo, las circunstancias en las que se produce el anuncio, los propios términos en los que está planteado y la actitud del gobierno no invitan en absoluto al optimismo, sino que nos generan una fundada preocupación.
En primer lugar, ETA no aclara si el alto el fuego supone no sólo dejar de cometer atentados, sino cesar en toda su actividad terrorista: dejar de extorsionar y chantajear, dejar de amenazar, dejar de alimentar el vandalismo callejero, dejar de ejercer presión social impidiendo que muchos ciudadanos no puedan ejercer libertades elementales.
Por otro lado, ETA no abandona las armas de forma incondicional. Si antes orientaba su actividad criminal a la consecución de unos fines, ahora condiciona el cese de la violencia a la consecución de esos mismos fines. Vincula su decisión al objetivo de “impulsar un proceso” que implique el reconocimiento de la llamada autodeterminación, pretendiendo generar la “construcción de un nuevo marco” y emplazando a los Estados español y francés a reconocer ese proceso. Es decir, cambia su discurso de matar para conseguir un objetivo por un discurso de dejar de matar para conseguir un objetivo. Los verdugos nos perdonan la vida si accedemos a sus pretensiones. O sea, lo mismo de siempre dicho de otra forma.
El Presidente del Gobierno –del que acertadamente se ha dicho que no se le conoce una mala palabra ni una buena obra- ha despachado la situación con un ambiguo cántico a la esperanza y a la prudencia, aunque ha coincidido con ETA en hablar de “un proceso”, sin especificar más.
Como español, he echado de menos que nuestro Presidente del Gobierno no le dijera a ETA con claridad algunas cosas.
Por ejemplo, que ETA debe dejar de cometer delitos, por exigencia legal, por imperativo ético. Que no tenemos nada que agradecerles por hacer lo que todos los demás hacemos: no utilizar la violencia como arma de imposición. Que el fin de la violencia no puede implicar el pagar un precio político a cambio. Que son inaceptables por tanto las exigencias y emplazamientos que realiza a los gobiernos democráticos de dos países. Del que uno, por cierto, ha decidido darse por no aludido, considerando que su soberanía no está en discusión y que se trata de un asunto interno de España.
Que la soberanía nacional reside en el pueblo español. Y que los vascos han decidido y deciden su futuro democráticamente en el ámbito que les corresponde: el de la autonomía de su comunidad. Como deciden los bilbainos, por ejemplo, en el ámbito que les corresponde: el municipal. Pero que ni los bilbainos pueden decidir por sí solos sobre asuntos que son propios de toda la comunidad autónoma, ni los vascos pueden decidir por sí solos sobre asuntos que son propios de toda España. Que la soberanía nacional reside en el conjunto de los españoles y no en una parte. Que en la Comunidad autónoma vasca ya hubo “un proceso democrático” y que la principal amenaza para “asegurar de cara al futuro la posibilidad de desarrollo de todas las opciones políticas” la han venido constituyendo los asesinos, porque su existencia ha supuesto durante años que todo aquel que se presentara como candidato por una opción política no nacionalista, automáticamente se estaba poniendo una diana en el pecho.
El Presidente del Gobierno no ha sido claro en no admitir lecciones de democracia de los terroristas, en decirles que no van a decirnos ellos lo que tenemos que hacer, que no van a poner en marcha ningún proceso, que no van a imponernos ningún “nuevo marco”.
No es admisible hacer concesiones a los terroristas para que no maten. Pero tampoco es admisible hacer concesiones a los terroristas por dejar de matar. En el fondo sería lo mismo.
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