domingo, 26 de marzo de 2006

La ETA

Vale, aceptamos Euskadi Ta Askatasuna como animal de compañía...

Porque en caso contrario te acusan de que estás contra el final del terrorismo, y contra la paz, que no quieres que la ETA desaparezca y deje de matar. Y que tú, y tú, y nadie más que tú, como en el bolero, eres causa de mi desencanto, de que todo esto, tan en tenguerengue, se vaya al garete.

Vale, pues: a barajar y a repartir.

Pero no paguemos también el alto precio de asumir el lenguaje de la ETA. No aceptemos la derrota del lenguaje. No adoptemos como expresión de la democracia el lenguaje que quiere imponer la que hoy por hoy, y mientras no se demuestre lo contrario, es una banda de asesinos protegida por unas siglas y un programa. (Decía la otra noche por la radio, con toda la razón, mi admirado Jaime González: si los violadores, los carteristas, los atracadores o los asaltantes de chalés se constituyen en asociación bajo una siglas y muestran su «voluntad» de no violar más, no robar más carteras, no atracar más bancos y no asaltar más chalés, ¿también se les hace la vista gorda y el Estado de Derecho entrega la cuchara?).

Si aceptamos el «alto el fuego», entendemos que ha habido dos bandos en lucha, cuando solamente uno de ellos ha pegado los tiros y en el otro, Miguel Ángel Blanco se limitó a poner la nuca para que no cediera el Estado ante mucho menos de lo que ahora quieren conseguir.

Si aceptamos el eufemismo de «fin de la violencia» es que reducimos al terrorismo asesino a la condición de «juego violento» en el fútbol o de «violencia» en las gradas de sus estadios. Vamos, cuestión de tarjeta amarilla y de Ultrasur.

Si aceptamos llamar «autodeterminación» al separatismo, y «lucha armada», aunque le pongan fin, al asesinato, a la bomba, a los tiros, a los explosivos, al tristemente famosísimo 9 milímetros Parabellum, es que aceptamos implícitamente el terrorismo como forma de acción política y enseñamos el camino a quienes quieran conseguir lo que quieran: poner mil muertos encima de la mesa de negociación y prometer cumplir el mandamiento de «no matarás».

Si aceptamos llamar «impuesto revolucionario» a la extorsión, aunque cese también su cobro con el «alto el fuego permanente», es que le concedemos a la ETA la condición de Estado, hasta con su agencia tributaria recaudadora.

Si aceptamos la engañifa de llamar «proceso de paz» a lo que haya de venir, es que damos por descontado que aquí ha habido una guerra, cuando, insisto, el constitucional Reino de España no ha estado en guerra con nadie.

Y, sobre todo, el artículo: por favor, no digamos ETA, suprimiendo el inculpatorio artículo determinado. El que aplicábamos a El Lute, El Arropiero, El Tempranillo. Aun arrepentido y saldadas sus cuentas con la justicia, Eleuterio Sánchez sigue siendo El Lute, no «Lute» a secas. Aun disuelta y con todas sus armas entregadas, la ETA debe seguir siendo «la» ETA. ¿No decimos siempre «el» Sinn Fein cuando hablamos de Irlanda? ¿No decimos «la» Mafia y no «Mafia» a secas? ¿A qué entonces el guiño de ese familiar y como cómplice ETA, con elisión del artículo, para referirnos a «la» ETA? Al menos que quede así, la ETA, cuando gracias a Dios hablen ya de ella sólo los libros de Historia. La Historia que ahora, con dignidad, con memoria, sin olvidos, sin mentiras, tenemos la responsabilidad de escribir desde la firmeza del Estado de Derecho.

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