La Bruja de la Montaña (El caballero Sir Galahad)
Jorge Bucay?*
(*) Jorge Bukay no es el autor del cuento, él mismo lo desvela aquí, tan sólo retocó el final. Yo también me he permitido hacer algunos cambios sobre el cuento que también me llegó por internet años atrás, quizás el mismo que a él
Pero el cuento es muy anterior a internet. Se basa nada menos que en uno de los Cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer, El cuento de la esposa de Bath, escritos en el siglo XIV. Y no parece que el final sea distinto, por lo que puede que al final sí sea cuento de Bucay, pero en el sentido peyorativo.
Esta historia nos remonta a la época del rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda. Eran tiempos de hechicería y castillos de puentes levadizos. Tiempos de intrigas y batallas heroicas. Tiempos de dragones mágicos que arrojaban fuego por la boca y de paladines de honor y valor ilimitado.
Cuentan que en Camelot el rey Arturo había enfermado. En tan solo unas semanas su debilidad lo había postrado en la cama y ya casi no comía. Todos los médicos de la corte fueron convocados para curar al monarca, pero nadie había podido diagnosticar su mal. Pese a todos los cuidados, el buen rey empeoraba.
Una mañana, mientras dos sirvientes aireaban la habitación donde el Rey yacía dormido, uno de ellos le dijo al otro con tristeza:
-Morirá...
En ese misma estancia se encontraba Sir Galahad, el más heroico y leal de los Caballeros de la Mesa Redonda y compañero de las grandes hazañas y lides de Arturo. Galahad escuchó el comentario del sirviente y se puso de pie como un rayo, tomó a éste del ropaje y le gritó:
-Jamás vuelvas a repetir esa palabra, ¿oíste? El rey vivirá, el rey se recuperará... Solo necesitamos encontrar al médico que conozca su mal, ¿está claro?
El sirviente, temblando, se atrevió a contestar:
-Lo que pasa, Sir, es que Arturo no está enfermo, está embrujado.
Eran épocas donde la magia era tan lógica y natural como el respirar.
-¡Maldición! ¿Por qué dices eso? -preguntó Galahad.
-Tengo muchos años, mi señor, y he visto decenas de hombres y mujeres en esa situación. Y solamente uno de ellos ha sobrevivido.
-Eso quiere decir que existe una posibilidad... -replicó el Caballero- Dime cómo lo hizo ése, el que escapó de la muerte.
-Se trata, mi Señor, de conseguir un brujo más poderoso que el que realizó el conjuro; si eso no se hace, el hechizado muere.
-Debe haber en el reino un hechicero poderoso, -dijo Galahad- pero si no está en el reino, lo iré a buscar al otro lado del mar y lo traeré.
-Que yo sepa hay solamente dos personas tan poderosas como para curar a Arturo, Sir Galahad; uno es Merlín, que aún en el caso de que se enterara tardaría dos semanas en venir, y no creo que nuestro rey pueda soportar tanto.
-¿Y la otra? -preguntó Galahad.
El viejo sirviente bajó la cabeza moviéndola de un lado a otro negativamente.
-La otra es la Bruja de la Montaña... Pero aún cuando hubiera alguien lo suficientemente valiente como para ir a buscarla, lo cual dudo, ella jamás vendría a curar al rey que la expulsó del palacio hace tantos años.
La fama de la bruja era realmente siniestra. Se sabía que era capaz de transformar en su esclavo al más bravo guerrero con sólo mirarlo a los ojos; se decía que tan sólo con tocarla se le helaba a uno la sangre en las venas; se contaba que hervía a la gente en aceite para comerse su corazón. Su guarida estaba guardada por los espectros de esas víctimas.
Pero Arturo era el mejor amigo que Galahad había tenido en su vida, había batallado a su lado cientos de veces, había escuchado sus penas más banales y las más profundas. No había riesgo que él no corriera por salvar a su soberano, a su amigo y a la mejor persona que había conocido.
Galahad se enfundó en su armadura, descolgó su escudo del patio de armas, aprestó su espada y montando su caballo se dirigió a la montaña Negra donde estaba la cueva de la bruja.
Apenas cruzó el río, notó que el cielo comenzaba a oscurecerse. Nubes opacas y densas permanecían ancladas al pie de la montaña. Al llegar a la cueva, la noche parecía haber caído en pleno día.
Galahad desmontó y caminó hasta el agujero en la piedra. Verdaderamente, el frío sobrenatural que salía de la gruta y el olor fétido que emanaba del interior, lo obligaron a replantearse la empresa; pero el caballero resistió y siguió avanzando por el suelo encharcado y el lúgubre túnel. De vez en cuando, el aleteo de un murciélago lo llevaba a cubrirse instintivamente la cara.
A quince minutos de marcha, el túnel se abría en una enorme caverna impregnada de un olor acre y de una luz amarillenta generada por cientos de velas encendidas. En el centro, revolviendo una olla humeante, estaba la bruja.
Era una típica bruja de cuento, tal y como se la había descrito su abuela en aquellas historias de terror que le contaba en su infancia, antes de dormir, y que lo despertaban fantaseando con esa lucha contra el mal, que emprendería cuando tuviera edad para ser caballero de la corte.
Allí estaba, encorvada, vestida de negro, con las manos alargadas y huesudas terminadas en larguísimas uñas que parecían garras, los ojos pequeños, la nariz ganchuda, el mentón prominente y una actitud que encarnaba el espanto.
Apenas Galahad entró, sin siquiera mirarlo la bruja le gritó:
-¡Vete antes de que te convierta en un sapo o en algo peor!
-He venido a buscarte. -dijo Galahad- Necesito ayuda para mi amigo Arturo que está muy enfermo.
-¡Je, je, je…! -rió la bruja- El rey está embrujado y a pesar de que no he sido yo quien ha hecho el conjuro, nada hay que pueda hacer para evitar su muerte.
-Pero tú… Tú eres más poderosa que quien hizo el conjuro. Tú podrías salvarlo -argumentó Galahad.
-¿Porqué haría yo tal cosa? -preguntó la bruja recordando con resentimiento el desprecio del Rey.
-Por lo que pidas. -dijo Galahad- Me ocuparé personalmente de que se te pague el precio que exijas.
La bruja miró al Caballero. Era ciertamente extraño tener a semejante personaje en su cueva pidiéndole ayuda. Aún a la luz de las velas, Galahad aparecía apuesto y firme, lo cual sumado a su porte lo convertía en la clara imagen de la gallardía y la nobleza.
La bruja lo miró de reojo y anunció:
-El precio es este: si curo al rey, y solamente si lo curo…
-¡Lo que pidas! -dijo Galahad.
-...¡quiero que te cases conmigo!
Galahad se estremeció. No concebía pasar el resto de su días conviviendo con la bruja, y sin embargo, era la vida de Arturo. Cuántas veces su amigo había salvado la suya durante una batalla. Le debía no una, sino cien vidas… Además, el reino necesitaba de Arturo.
-Sea. -dijo el caballero- Si curas a Arturo te desposaré, te doy mi palabra. Pero por favor, apúrate, temo llegar al castillo y que sea tarde para salvarlo.
En silencio, la bruja tomó un fardo, puso unos cuantos polvos y brebajes en su interior, recogió una bolsa de cuero llena de extraños ingredientes y se dirigió al exterior, seguida por Galahad.
Al llegar afuera, Galahad trajo su caballo y galantemente, con el cuidado con que se trata a una reina, ayudó a la bruja a montar en la grupa. Montó a su vez y empezó a cabalgar hacia el castillo real.
Una vez en el castillo, gritó al guardia para que bajara el puente, y éste con reticencia lo hizo.
Flanqueado por la gente de la fortaleza que murmuraba sin poder creer lo que veía, o se apartaba para no cruzar su mirada con la horrible mujer, Galahad llegó a la puerta de acceso a las habitaciones reales.
Con la mano impidió que la bruja se bajara por sus propios medios y se apuró a darle el brazo para ayudarla. Ella se sorprendió y lo miró casi con sarcasmo.
-Si es que vas a ser mi esposa -le dijo- es bueno que seas tratada como tal.
Apoyada en el brazo del caballero, la bruja entró en la recámara real. El rey había empeorado desde la partida de Galahad. Ya no despertaba ni se alimentaba.
Galahad ordenó a todos abandonar la habitación. El médico personal del rey pidió permanecer y Galahad consintió.
La bruja se acercó al cuerpo de Arturo, lo olió, dijo algunas palabras extrañas y luego preparó un brebaje de un desagradable color verde que mezcló con un junco. Cuando intentó darle a beber el líquido al enfermo, el médico le tomó la mano con dureza.
-No. -dijo- Yo soy el médico real y no confío en brujerías. ¡Fuera de…!
Y seguramente habría continuado diciendo “…de este castillo”, pero no llegó a hacerlo; Galahad estaba a su lado con la espada desenvainada y la mirada furiosa.
-No toques a esta mujer. -dijo Galahad- El que se va eres tú... ¡Ahora! -gritó.
El médico huyó asustado. La bruja acercó la botella a los labios del rey y dejó caer el contenido en su boca.
-¿Y ahora? -preguntó Galahad.
-Ahora hay que esperar -dijo la bruja.
Ya en la noche, Galahad se quitó la capa y armó con ella un pequeño lecho a los pies de la cama del Rey para la bruja. Él se quedaría en la puerta de acceso cuidando de ambos.
A la mañana siguiente, por primera vez en muchos días, el Rey despertó.
-¡Comida! -gritó- ¡Quiero comer! Tengo mucha hambre.
-¡Buenos días, Majestad! -saludó Galahad con una sonrisa, mientras hacía sonar la campanilla para llamar a la servidumbre.
-Mi querido amigo, -dijo el Rey- siento tanta hambre como si no hubiera comido en semanas.
-No comiste en semanas -le confirmó Galahad.
En eso, a los pies de la cama apareció la imagen de la bruja mirándolo con una mueca que seguramente reemplazaba en ese rostro a la sonrisa. Arturo creyó que era una alucinación. Cerró los ojos y se los refregó hasta comprobar que, en efecto, la bruja estaba allí, en su propio cuarto.
-Te he dicho cientos de veces que no quería verte cerca del palacio. ¡Fuera de aquí! -ordenó el Rey.
-Perdón, Majestad, -dijo Galahad- debes saber que si la echas me estas echando también a mí. Es tu privilegio echarnos a ambos, pero si se va ella me voy yo.
-¿Te has vuelto loco? -preguntó Arturo- ¿A dónde irás tú con este monstruo infame?
-Cuidado, Alteza, estás hablando de mi futura esposa.
-¿Qué? ¿Tu futura esposa? Yo he querido presentarte a las jóvenes casaderas de las mejores familias del reino, a las princesas más codiciadas de la región, a las mujeres más hermosas del mundo, y las has rechazado a todas. ¿Cómo vas ahora a casarte con ella?
La bruja se arregló burlonamente el pelo y dijo:
-Es el precio que ha pagado para que yo te cure.
-¡No! -gritó el Rey-. Me opongo. No permitiré esta locura. Prefiero morir.
-Está hecho, majestad -dijo Galahad.
-Te prohíbo que te cases con ella -ordenó Arturo.
-Majestad, -contestó Galahad- existe solo una cosa en el mundo más importante que una orden tuya, y es mi palabra. Yo hice un juramento y me propongo cumplirlo. Si tú te murieses mañana, habría dos eventos en un mismo día.
El rey comprendió que no podía hacer nada para proteger a su amigo de su juramento.
-Nunca podré pagar tu sacrificio por mí, Galahad, eres más noble aún de lo que siempre supe. -El rey se acercó a Galahad y lo abrazó- Dime al menos lo que puedo hacer por tí.
A la mañana siguiente, a petición del caballero, en la capilla del palacio, el sacerdote casó a la pareja con la única presencia de su majestad el Rey. Al final de la ceremonia, Arturo entregó a Sir Galahad su bendición y un pergamino en el que cedía a la pareja los terrenos del otro lado del río y la cabaña en lo alto del monte.
Cuando salieron de la capilla, la plaza central estaba inusualmente desierta; nadie quería festejar ni asistir a esa boda; los corrillos del pueblo hablaban de brujería, de hechizos trasladados, de locura y de posesión…
Galahad condujo el carruaje por los ahora desiertos caminos en dirección al río y de allí por el camino alto hacia el monte.
Al llegar, bajó presuroso y tomando a su esposa amorosamente por la cintura la ayudó a bajar del carro. Le dijo que guardaría los caballos y la invitó a pasar a su nueva casa. El Caballero se demoró un poco más porque prefirió contemplar la puesta del sol, hasta que la línea roja terminó de desaparecer en el horizonte. Entonces Sir Galahad tomo aire y entró.
El fuego del hogar estaba encendido y, frente a él, una figura desconocida estaba de pie, de espaldas a la puerta. Era la silueta de una mujer envuelta en gasas blancas semitransparentes que dejaban adivinar las curvas de un cuerpo cuidado y atractivo. Galahad miró a su alrededor buscando a la bruja que había entrado unos minutos antes, pero no la vio.
-¿Dónde está mi esposa? -preguntó.
La mujer giró y Galahad sintió su corazón casi salírsele del pecho. Era la más hermosa mujer que había visto jamás. Esbelta, de tez blanca, ojos claros, largos cabellos rubios y un rostro sensual y tierno a la vez. El caballero pensó que se habría enamorado de aquella mujer en otras circunstancias.
-¿Dónde está mi esposa? -repitió, ahora un poco más enérgico. La mujer se acercó un poco y en un susurro le dijo:
-Tu esposa, querido Galahad, soy yo.
-No me engañas, yo sé con quién me casé -dijo Galahad- y no se parece a ti en lo más mínimo.
-Has sido tan amable conmigo, querido Galahad; has sido tan cuidadoso y gentil aún cuando sentías que aborrecías mi aspecto... Me has defendido y respetado tanto como nadie lo hizo nunca, que te creo merecedor de esta sorpresa. La mitad del tiempo que estemos juntos tendré este aspecto que ves, y la otra mitad del tiempo, el aspecto con el que me conociste…
La mujer hizo una pausa y cruzó su mirada con la de Sir Galahad.
-Y como eres mi esposo, mi amado y maravilloso esposo, es tu privilegio tomar esta decisión: ¿Qué prefieres, esposo mío? ¿Quieres que sea ésta de día y la otra de noche, o la otra de día y ésta de noche?
Dentro del caballero el tiempo se detuvo. Este regalo del cielo era más de lo que nunca había soñado. Él se había resignado a su destino por amor a su amigo Arturo y allí estaba pudiendo elegir su futura vida. ¿Debía pedirle a su esposa que fuera la hermosa de día, para pasearse ufanamente por el pueblo siendo la envidia de todos, y padecer en silencio y soledad la angustia de sus noches con la bruja? ¿O más bien debía tolerar las burlas y desprecio de todos los que lo verían del brazo con la bruja, y consolarse sabiendo que, cuando anocheciera, tendría él solo el placer celestial de la compañía de esta hermosa mujer, de la cual ya se había enamorado? Sir Galahad, el noble Sir Galahad, pensó y pensó y pensó.., hasta que levantó la cabeza y habló:
-Ya que eres mi esposa, mi amada y elegida esposa, te pido que seas.., la que tú quieras ser en cada momento de cada día de nuestra vida juntos.
Cuenta la leyenda que cuando ella escuchó esto y se dio cuenta de que podía elegir por sí misma ser quien ella quisiera, decidió ser todo el tiempo la más hermosa de las mujeres.
Y cuentan que desde entonces, cada vez que nos encontramos con alguien que, con el corazón entre las manos, nos autoriza a ser quienes somos, invariablemente nos transformamos. Abandonamos para siempre las horribles brujas y los malditos ogros que anidan en nuestra sombra para que, al desaparecer, dejen lugar a los más bellos, amorosos y fascinantes caballeros y princesas que yacen, a veces dormidos, dentro de nosotros. Hermosos seres que al principio aparecen para ofrecerlos a la persona amada, pero que terminan infaliblemente adueñándose de nuestra vida y habitándonos permanentemente.
Este es el aprendizaje cosechado a lo largo del camino, del encuentro y de la entrega:
El verdadero amor no es otra cosa que el deseo inevitable de ayudar a otro para que sea quien es. Mucho más allá de que esa autenticidad sea o no de mi conveniencia. Mucho más allá de que, siendo quien eres, me elijas o no a mí para continuar juntos el camino.