Las cifras no son ahora lo que más importa. Da risa que los independentistas hablen de 66.000 manifestantes. El idiota que los contó no vive en la misma luna que el amigo de Borrell, sino en esa galaxia, repleta de iluminados y tramposos, de la realidades inventadas. También sabemos que la guardia urbana hubiera superado con creces el cálculo de 350.000 si los convocantes hubieran sido amigos de Colau. Lo de menos es que hayan llegado al millón o se hayan quedado más o menos cerca. Lo que importa es que nunca antes se había visto nada comparable en Barcelona. Las imágenes quedarán guardadas para siempre en el almanaque de la historia inédita de España, como testimonio fiel de la resistencia ciudadana a correr la suerte dictada por los políticos incapaces que dirigen el rumbo de la nación.
Una de las ideas que ayer más se jalearon es que las voces que se dejaron oír salían del armario silencioso donde ha vivido hasta ahora la mayoría social durante este tiempo de exaltación independentista. No creo que sea verdad. Lo de ayer no fueron los gritos del silencio. Las voces de ayer no fueron una enmienda a la pasividad de la sociedad amilanada, sino a la inacción -ominosa, calculadora, trémula y liberticida- de la clase política. Ha sido la sensación de desamparo, de abandono y de orfandad de los españoles del común, en Cataluña y en el resto de España, la que ha promovido la ocupación de la calle. Y lo peor que puede pasar es que haya sido una reacción tan emocionante como tardía. Esa es a estas horas, me parece a mí, la pregunta clave: ¿llega a tiempo de cambiar el curso de la batalla?
Rajoy cree que sí. Él aún mantiene la esperanza de doblarle el brazo a Puigdemont. El jueves salió a la palestra, después de tres días largos dentro de la madriguera, para recordarle a su partido, más inquieto que nunca, que ya había demostrado en otras ocasiones su maestría en el manejo de los tiempos y que debían confiar en su prudencia acreditada. Aznar acababa de poner en duda su fortaleza anímica para coger el toro por los cuernos, en una nota que hubieran suscrito de buena gana casi todos los militantes del partido. Dos días antes, el rey también le había conminado a restablecer la legalidad constitucional en Cataluña. Su inacción, después de eso, retumbaba en el país entero como un grito silencioso. Pero él seguía confiando en su propio juicio.
El martes se habían retirado 270 millones de euros de fondos de inversión de La Caixa. La decisión de trasladar la sede social del banco era inminente e irremediable. Detrás vendrían el Sabadell, Gas Natural, Freixenet, Codorniú, Criteria, Agbar, Abertis... El efecto dominó de la estampida iba a colocar al Govern contra las cuerdas. Los últimos impulsos de sensatez en el seno del PdeCat, el partido de los botiguers y la clase media, trataban de izar la bandera blanca. La respuesta cívica de los contrarios a la independencia iba cada vez a más. Ya había duelo de caceroladas. El griterío dejaba de ser monopolio de las CUP. El presidente del Gobierno tenía fundados motivos para estar contento. La sola idea de que su plan de aguantar el tirón sin perder la calma pudiera ser suficiente para sofocar la insurrección le reafirmaba en su estólida apuesta por el tancredismo.
Poco después, las tres locomotoras del procés se encargaron de ir apagando los incendios. La ANC distribuyó el viernes por la mañana un chat entre sus afiliados que les instaba a seguir en la brecha: "Nos quieren desanimados. No lo podemos permitir. Ni se lo merecen ni nos lo merecemos. Es muy importante que estos días nos apoyemos los unos a los otros. Descansad. Comed bien. Tomad el aire. Divertíos. Hemos de recuperar fuerzas porque vienen días muy importantes. La cabeza bien alta. La moral bien alta. Que nos vean sonreír".
Minutos más tarde, la CUP daba a conocer que ya estaba negociando con Junts Pel Sí el texto de la declaración de independencia. "Nadie ha puesto sobre la mesa ningún escenario de dilación -dijo el diputado Carles Riera-, no trabajamos sobre ese escenario". A media tarde, Junqueras le enviaba a Forcadell los resultados oficiales del referéndum: 2.280.000 votantes. El 43% del censo. Más de dos millones de síes. Desde ese momento comenzaba la cuenta atrás del plazo de 48 horas que los ingenieros de la desconexión habían fijado para proclamar la República catalana. Si el cómputo se establece sobre días laborables finaliza el próximo martes, justo a la misma hora en que Puigdemont ha solicitado comparecer ante el pleno. Verde y con asas. El plan se mantiene intacto.
El sábado, el propio Puigdemont se lo dijo al director del Círculo de Economía, el foro económico más heterogéneo de la burguesía catalana en el que están poderosamente representadas las empresas industriales de capital familiar catalán con mayor musculatura:
Sí, la fuga de las grandes empresas de Cataluña es una noticia de extrema gravedad, pero la vía de la DUI sigue siendo la opción elegida.
Después de eso, si Rajoy albergaba la esperanza de poder ganar la partida aguardando a que los sediciosos se cocieran en su propia salsa, debió perderla para siempre. Y, sin embargo, siguió en sus trece.
A Rivera le dijo el viernes que no veía motivación jurídica suficiente para aplicar el artículo 155 de la Constitución y a los españoles nos dijo ayer en la entrevista de El País que solo actuaría para dejar sin efectos la declaración de independencia porque el mero hecho de anunciarla no tenía trascendencia. Bien mirado, ese razonamiento nos da una pista para saber por dónde van sus intenciones. Si de lo que se trata es de buscar una motivación que tenga trascendencia jurídica suficiente, ninguna como la que aflorará después de que Puigdemont lea el martes en el Parlament el papel que ya tiene redactado. Si a partir se ese día Rajoy no utiliza todos los mecanismos legales a su alcance para desposeer al Govern de sus competencias, se convertirá en cómplice del golpe de Estado y caerá sobre él no solo la indignidad política sino el peso de la ley. Seguro que entonces se le acaban los remilgos.
Luis Herrero. 2017-10-08
Luis Herrero. 2017-10-08